Antton Morcillo Licenciado en Historia
Ni contigo ni sin ti
Año tras año, desde que hago uso de la memoria, las cuestiones relacionadas con Euskal Herria han servido para dar aliento al parón político estival. Este año, a falta de otras noticias, se ha cumplido la tradición mediática con los teletipos que llegaban de Iruñea.
Allí, en Nafarroa, en poco más de un mes, se ha abierto y cerrado el esperado y ansiado giro político para desbancar a UPN del Gobierno foral. Han sido 360 grados de actividad política para dejar las cosas justo en el sitio donde estaban, es decir, en las manos de una de las derechas más rancias de Europa.
Pocos podían prever el fiasco del PSN, al que ni el lustroso Puras ha conseguido devolver la dignidad que perdió con Urralburu y Otano. Su gesto de dimitir le ha salvado de la quema política a la que está condenado su partido, porque no hay nada más nefasto en política que mostrar debilidad e incapacidad.
Los electores perdonan todo, o casi todo. Incluso la corrupción o la mentira. Pero lo que va a costar olvidar es la espantada protagonizada por la sucursal navarra del PSOE, y sobre todo, lo que subyace en la negativa del partido de Zapatero a convertirse en alternativa a UPN. Después de todo, la derecha navarra ha vuelto a organizar un requeté político, mediático y de trastienda para advertir de las consecuencias del eventual acuerdo PSN-NaBai para quitarle el poder. Poco importa a los de Sanz que esa Navarra integrista y reaccionaria que profesan no se exprese en las urnas para darles la mayoría. Poco importa que la mayoría de los navarros y navarras no sean de UPN y no quieren que UPN les represente. Poco importa que las urnas hablen de progreso y en clave nacional vasca. Sigue el napartheid porque una minoría caciquil así lo impone con el «primo de Zumosol» español.
Por otro lado, en el oeste del país los acuerdos postelectorales en ayuntamientos y diputaciones han logrado dar con fórmulas de gobernabilidad aunque no se basen en la voluntad popular, pero ello no es suficiente para encarar el problema político, tal y como recuerda el consejero Azkarraga.
Lo cierto es que el Gobierno de Ibarretxe no sabe cómo acometer la acción política para materializar algo más que la pura administración, aunque la mayoría de la dirigencia jelkide no aspire a nada más que a servir en el papel de gestor de las cuentas reales.
Vuelve el manido tema de la consulta como amenaza para desestabilizar el ordenamiento constitucional si no hay acuerdo político entre el Gobierno central y el autónomo, pero ahora la contestación le sale al lehendakari desde sus propias filas, con lo cual la iniciativa ya no desestabiliza más que al propio PNV.
De esta manera, a día de hoy, territorialidad y derecho a decidir, cuestiones consideradas claves del conflicto vasco, salen a relucir por enésima vez, esta vez en su expresión más antidemocrática. La negación de la voluntad popular en sus diversas vertientes no hace mella en la credibilidad del Estado, que sí es capaz de neutralizar e incluso desgastar a quien sostenga principios democráticos en temas tan sensibles.
Dicho de otra manera, tal vez el conflicto vasco nunca haya estado tan bien enunciado en términos dialécticos, pero hace decenios que la estrategia de los agentes políticos y sociales vascos no era tan inocua. ¡Gran paradoja!
El problema vasco pierde fuelle no porque las razones hayan desaparecido, sino porque la capacidad de movilización popular pierde fuelle o el nivel de indignación de la sociedad es menor; en definitiva, porque han variado las condiciones subjetivas.
Buscar las causas sociológicas de tal cambio puede conducirnos al debate de si son galgos o podencos, toda vez que ninguno de los que honradamente nos consideramos independentistas renunciamos a nuestros apriorismos para explicar la situación: «los vascos y las vascas vivimos demasiado bien y ya no queremos exponernos», «hay cansancio por tantos años de lucha», «sin unidad abertzale la gente no se mueve»...
Por sí solo, este último argumento es suficientemente polémico y explica en buena parte la desazón de gran parte del mundo abertzale.
Cuando se habla de unidad, en realidad estamos utilizando un eufemismo para referirnos a la unidad de acción con el PNV. Para muchos sin el PNV no puede haber acuerdo con el Estado, pero la experiencia muestra que con el PNV el acuerdo es una quimera.
Los jelkides tomaron hace ya muchos años, una decisión que se ha tornado irreversible. En la transición optaron por hacerse un hueco al calor del Estado, una vida tranquila repleta de satisfacciones materiales; ahora todo lo que suponga cambio les parece que es hacerse el harakiri y, seguramente, visto desde la óptica del vividor no les falta razón: sin riesgo, no hay libertad posible.
Por lo tanto, si no se puede sin el PNV, con el PNV tampoco. El debate planteado en esos términos es y será siempre estéril. La cuestión bien planteada es qué podemos hacer, qué debemos hacer los que sí estamos dispuestos a comprometernos por la libertad de nuestro pueblo. Hace falta articular a medio plazo un proceso social suficientemente robusto para incomodar a los estados, suficientemente extenso para cambiar la correlación de fuerzas. En esa dinámica las prisas no valen, los pasos se dan uno a uno, uno detrás de otro, sin atajos. En los procesos sociales la cuestión clave es qué hacer para ganar adhesiones una a una.