La anterior película de André Techiné, la irregular «Otros tiempos», no tuvo las buenas críticas que acostumbra a recibir este autor consagrado en el Festival de Cannes hace veintidós años con «Rendez-Vous». Desde entonces por sus intimistas dramas han ido desfilando una serie de personajes muy contrapuestos, con la tensión interna siempre a punto de estallar.

«Los testigos» vuelve a recuperar esa intensidad que ya estaba en «Mi estación preferida», en «Los juncos salvajes», en «Los ladrones», en «Alice y Martin» o en «Lejos». Y a ello contribuye la presencia poderosa de la actriz Emmanuelle Béart, quien repite con el director por tercera vez tras «En la boca no» y «Fugitivos». También está otro conocido, el veterano Michel Blanc; mientras descubre al desconocido Johan Libéreau, prueba con el norteafricano Sami Bouajila y hace cantar a Julie Depardieu, cuyo apellido la delata.

«Los testigos» es una obra dividida en dos partes: «Los días felices» y «La guerra». Esta rotunda partición quiere significar que en las relaciones personales de carácter íntimo ha habido un antes y un después, marcado por la brusca aparición del sida. La primera parte habla de un período, si se quiere ingenuo, en el que se pudo experimentar libremente con el sexo. Es a mediados de los 80 cuando esa ilusión se desvanece, a medida que el descubrimiento de la enfermedad trae consigo una prevención higiénica que parece dar la razón a los conservadores y a su discurso moralizante. Techiné prefiere hablar desde la experiencia personal de su homosexualidad, como uno de los que escaparon al peor de los destinos. Su convicción es que aquella especie de maldición bíblica que la sociedad cargó sobre las espaldas de la comunidad gay ha hecho más fuertes a los que sobrevivieron, sin que su capacidad de deseo se haya resentido.