ESTEBAN RODRÍGUEZ PROFESOR DE LA UNIVERSIDAD NACIONAL DE LA PLATA (ARGENTINA)
El estado del miedo: todos somos terroristas
Partiendo del extenso significado asignado hoy en día a la palabra «terrorismo», el profesor Esteban Rodríguez analiza la utilización que los estados hacen de este concepto para adjudicárselo a todo tipo de disidencia y actuar contra ella en consecuencia y, al mismo tiempo, contra las conquistas sociales, en detrimento del estado de derecho y, por ende, de los derechos humanos.
Uno de los temas favoritos de los estadistas, asesores y periodistas exitosos en estos últimos años ha sido el «terrorismo». El terrorismo, esto es, la lucha contra el terrorismo, dicen, se ha convertido en la nueva cruzada para salvar a la Humanidad. Una lucha asimétrica que ha sido nombrada de muy diferentes maneras. A veces con las consignas mesiánicas «pax americana», «justicia infinita» o «libertad duradera». Otras veces se ha denominado «democracia forzosa» o «diplomacia total». En todos estos casos el objetivo de la lucha consiste en defender y difundir los valores occidentales, cristianos y capitalistas.
En esa lucha, como en todas las anteriores que se llevaron a cabo, vale todo, incluso la muerte masiva de la población civil. ¿Acaso los «daños colaterales» no son una forma sutil, hipócrita y cínica de practicar el genocidio a través de la guerra de la policía global?
Pero ¿qué es exactamente «el terrorismo»? ¿Cuál será el paradigma a partir del cual definir al terrorismo? Tal y como comenta Jesús Ibáñez en su libro «Los idiomas del terror», «la palabra terrorista es, más que un sustantivo, una interjección. No designa, insulta. La palabra terrorista no tiene semántica. La prueba es que nadie afirma formar parte del conjunto que designa. Nadie dice: `Yo soy terrorista'. Terrorista siempre es el enemigo».
De modo que la palabra «terrorista» es una palabra cargada de connotaciones negativas. Una palabra que tiende a impugnar lo que designa, que se apresura a descalificar antes que a comprender la complejidad de los conflictos en cuestión.
No se trata de un tema nuevo, la discusión se ha presentado a lo largo de la historia bajo distintos ropajes. En ese sentido, la figura del terrorista actualiza otras tantas figuras que se habían utilizado para desaparecer todo aquello que no se identificaba con lo que el estado o el capital instituían o proyectaban. Sin ir más lejos, vaya por caso la figura del «subversivo» mentada y difundida en la Argentina en la década del 70 a partir de la doctrina de seguridad nacional. Un discurso que fue generando las condiciones de aceptabilidad para la intervención del Ejército en las cuestiones internas. El subversivo fue la posibilidad de volver a situar la guerra en el interior de la nación. Se desplaza la guerra del exterior al interior y, de esa manera, las intervenciones militares tienden a confundirse con el accionar policial.
Después del 11-S en Nueva York, del 11-M en Madrid o del 26-J en Buenos Aires, la figura del disidente recobró actualidad a través del concepto terrorismo. El terrorismo será la mejor excusa para practicar el terrorismo de estado. Es decir, para transformar el miedo individual en terror social a través del pánico que modelan los estados en general -conjuntamente con los medios masivos de comunicación- a partir de las campañas de seguridad ciudadana y de la implementación de prácticas de control preventivo, tanto en el ámbito local como en el ámbito global.
De esa manera los estados se vuelven esquizofrénicos, van adquiriendo una doble vida que se puede corroborar cuando suscriben, al mismo tiempo, los pactos de derechos humanos y las convenciones antiterroristas. Si bien el estado duplica la responsabilidad frente la sociedad cuando incorpora con jerarquía constitucional los pactos de derechos humanos que garantizan los derechos sociales, culturales y políticos de todos los habitantes, se vuelve irresponsable frente a esa misma sociedad cuando acoge los estándares jurídicos internacionales que prevén fueros y leyes especiales y la suspensión de las garantías para todos aquellos bajo sospecha o señalados como «terroristas».
En resumidas cuentas, todo aquello que afecte o pueda poner en tela de juicio la reproducción de las relaciones del capital, todo aquello que no se amolde a sus valores o no corrobore sus expectativas (estilos de vida, concepciones de mundo, creencias, inversiones), será declarado «sospechoso» en el mejor de los casos y, en el peor, será instituido directamente como «disidente», incluido en la lista de terroristas y afectado a un proceso paulatino de «desciudadanización», de pérdida de derechos. Pérdida de derechos que llegará a ser mucho más profunda que la que padecen los inmigrantes asalariados, que lo irá transformando en un paria sin una patria que pueda refugiarlo, una suerte de forastero moderno. En la medida en que es alguien que está todo el tiempo fuera de lugar, sin ninguna cobertura jurídica, la fuga permanente será su manera de habitar en la sociedad.
La figura del terrorista se ha puesto en el centro del debate público y todo indica que estará allí por mucho tiempo. No sólo la seguridad interior, sino también la seguridad global se han rediseñado a partir del terrorismo. El terrorismo se ha convertido en una suerte de comodín, por cuanto los estados pueden cargar todo lo que deseen a la cuenta de los terroristas, y como éstos casi nunca tienen la posibilidad de responder a las imputaciones que se les formula desde las agencias estatales, los estados van avanzando sobre las conquistas sociales fundamentales. En definitiva, el terrorismo constituye el objeto de una razonabilidad estatal secreta que irá desandando el estado de derecho que se fuera modelando a lo largo de los siglos XIX y XX tanto por el constitucionalismo liberal como por el constitucionalismo social.
Pero no solamente cobrará protagonismo en las agendas de los estados, también los medios masivos de comunicación en general, y el periodismo y la industria cinematográfica de Hollywood en particular, postularán al terrorismo como uno de los ítem centrales a «discutir» en los próximos años. Y le ponemos comillas a discutir porque está visto que no se trata tanto de discutir como de pontificar o, como decía Paul Virilio, de estandarizar las opiniones como de sincronizar las emociones. En los medios ya no hay un intercambio de argumentos contradictorios, sino un certamen de consignas. Todos aquellos que se oponen a sus proyectos serán considerados, representados y asimilados a auténticos monstruos que habrá que borrar del mapa.
De modo que el terrorismo se ha convertido en la nueva pieza de toque, en el mejor chivo expiatorio de la sociedad banal y el estado de malestar. Todo aquello que se mueva, que se salga de su lugar, que no acepte con resignación las circunstancias que le tocaron, correrá serios riesgos de ser visto y catalogado como terrorista.
Es lo que les pasa al movimiento okupa en Barcelona o al movimiento antiglobalizador o a la coordinadora antifascista en Madrid; lo que le pasaba a los coqueros o a la Coordinadora del Agua en Bolivia hasta la llegada de Evo Morales a la presidencia; a las FARC en Colombia, a la intifada en medio oriente; a la Coordinadora de Comunidades Mapuches en Conflicto Arauco Malleco en Chile, a los colectivos de squatters en Turín cuando se opusieron al Tren de Alta Velocidad, a los anarquistas de Grecia... pero también lo que le sucede a a la izquierda abertzale en el País Vasco.
El discurso sobre el terrorismo significa un cambio de registro para enfocar la protesta social. El Estado ya no echará mano a la legislación ordinaria sino que se valdrá de una legislación ad hoc, especialmente creada para dar rienda suelta a la fuerza del Estado y ocasionalmente a las fuerzas globales. Una suerte de escalada criminalizadora que pone al estado más allá de los derechos humanos.