A ver si nos vamos enterando, porque entre las sonrisas forzadas del lehendakari Ibarretxe y el presidente español, Rodríguez Zapatero, y el discurso farragoso que ambos emplean con maestría, van a terminar por conseguir que ya no los árboles, sino cuatro zarzas y un seto nos impidan ver el bosque.

El lehendakari Ibarretxe se desplaza a Madrid para pedir una fórmula que describe como «de convivencia amable entre Euskadi y España para el siglo XXI» y responde Zapatero, impasible, que no cabe nada más allá de una mera reforma estatutaria dentro, por supuesto, de la Constitución española de 1978, como si de un corsé de hierro se tratara.

El presidente español, presionado tal vez por la proximidad de las elecciones, ha retrocedido muchos metros desde las posiciones defendidas por sus delegados en las numerosas y recientes reuniones habidas con ETA y Batasuna. Mucho.

Pero, lo que es más grave, el lehendakari Ibarretxe no ha avanzado un milímetro de la propuesta que ya le rechazaron antes en Madrid. Y así, con Zapatero españoleando en precampaña y el lehendakari hablando de «sentirnos cómodos en España» -eso ya lo dijo Marcos Vizcaya hace un porrón de años-, corremos el riesgo de perder la perspectiva y olvidar que los dos nudos gordianos a desatar no son ni las competencias no transferidas ni una ampliación del marco actual ni la capacidad de decisión de una parte de los vascos que preside Ibarretxe.

De lo que se trata es, ni más pero tampoco menos, de que España, por boca de su presidente, reconozca que existe un pueblo llamado Euskal Herria cuatro de cuyos territorios siguen bajo su Corona; que reconozca el derecho de esos cuatro territorios a reunificarse por mor de la voluntad de sus ciudadanos y de decidir luego, en consecuencia, cual ha de ser su futuro.

Y no hay más tela que cortar. Todo lo demás, las leyes, las constituciones y los pactos, deben estar al servicio de lo que el pueblo decida. Y no al revés. Cuanto más tarden en hacerlo, peor para todos. Se sufre demasiado aquí.