Sabino Cuadra Lasarte Abogado
Memorias y desmemorias
En el presente artículo Sabino Cuadra establece una comparación entre las transiciones políticas llevadas a cabo en el Estado español, por un lado, y en Chile y Argentina, por otro. En esos países americanos la transición española fue presentada como «el ejemplo a seguir» para restaurar la democracia después de la caída de las dictaduras. Sin embargo, en el contexto de la aprobación de la Ley de Memoria Histórica, en el Estado español, según el autor, dicha ley pretende ocultar las miserias éticas y políticas de esa transición.
Las pasadas semanas recibimos con regocijo dos noticias de allende los mares. La una se refería al procesamiento de la viuda e hijos de Pinochet por malversación de fondos públicos. Distintas cuentas secretas ubicadas en bancos yanquis, por valor de varias decenas de millones de dólares, pertenecían a D. Augusto y su patriótica familia, quienes, a lo que se ve, habían sacado algo más que réditos políticos de su sangrienta dictadura.
La otra procedía de Argentina. Un canalla apellidado Von Wernich, cura de profesión, había sido declarado culpable de siete asesinatos, 41 secuestros y 31 casos de tortura. Se trataba de la punta de un iceberg, la Iglesia argentina, cuyas jerarquías apoyaron el golpe de 1976 y legitimaron teológicamente el plan sistemático de exterminio de la oposición de izquierdas.
La transición española fue presentada en su día en Chile y Argentina como modelo a imitar. Al igual que aquí, se trataba de transitar desde regímenes dictatoriales a otros en los que, a cambio de la legalización de los partidos y de la creación de un marco «democrático», se consintiera en pasar la página de la historia y olvidarse de los sangrientos golpes militares.
La tenacidad de las incansables Madres de la Plaza de Mayo y de diversos grupos de defensa de los derechos humanos permitió que, finalmente, aquellos países rechazaran aquellas tramposas «transiciones» a la española y se reclamara una paz asentada en la verdad, la justicia y la dignidad, y no en el silencio de las fosas comunes y la complicidad de una clase política corrupta.
En Argentina, más de mil causas siguen abiertas contra responsables de violaciones de derechos humanos realizadas durante la dictadura. Los tres matarifes de la Junta Militar golpista fueron condenados en su día -dos de ellos a prisión perpetua- y, a partir de 2003, tras anular el Congreso las leyes de «punto final», más de cien altos cargos militares han sido detenidos por abusos cometidos en aquella época. Calificarlos como «crímenes contra la humanidad» ha impedido que la prescripción haya jugado a favor de los culpables.
En Chile ha sucedido algo similar. Decenas de sumarios afectan a varios cientos de personas pertenecientes a la familia de Pinochet, altos miembros de la DINA (policía secreta), ex ministros, oficiales del Ejército, etcétera. Al igual que en el país vecino, los procesamientos no llegan hasta donde debieran llegar y, de ellos, son menos los que terminan en juicios y condenas, pero el camino está abierto. El trabajo de familiares y grupos de derechos humanos, que no tanto de las instituciones, es la que está permitiendo que esto sea así.
En el Estado español no ha ocurrido nada parecido. Aquí, la familia de Franco no ha sido investigada en sus posesiones y capitales. Mucho menos aún la de la propia familia real, quien es lo que es gracias a la designación de Juan Carlos por el dictador, tras su juramento de lealtad a los principios del Movimiento. Ninguna auditoría se ha hecho sobre la inmensa fortuna amasada por la Iglesia (terrenos, inmuebles, dinero, exenciones...) durante esas décadas de expolio y represión. Los ministros de Franco; los asesinos de Grimau, Puig Antich, Txiki y Otaegi, los militantes del FRAP, etcétera, disfrutan tan tranquilos de sabrosas pensiones y extensos patrimonios. Los responsables policiales de los crímenes de Gasteiz, Montejurra, de la semana pro-amnistía de 1976, de los asesinatos de obreros en Granada, Ferrol, Baix Llobregat, etcétera, siguieron ascendiendo en el escalafón policial sin responder nunca por nada de lo hecho.
En este estado de derecho, nuestros jueces estrella procesan a Pinochet, pero nadie se mete con Fraga, el carnicero mayor de los últimos años del franquismo. Incluso, la Unión Progresista de Fiscales, tan activa a la hora de exigir ante la Audiencia Nacional responsabilidades por crímenes cometidos al otro lado del Océano, nada sabe de los malos tratos y torturas que aún hoy siguen cometiéndose -Amnistía Internacional dixit- en cuartelillos y comisarías.
Aquí, en Nafarroa, tuvimos muchos Von Wernich. Los hubo en Andosilla, Azagra, Altsasu, Cabanillas, Caparroso, Carcar, Cascante, Corella, Dicastillo, Falces, Galar, Huarte Arakil, Lodosa, Los Arcos, Mendavia, Olite, San Adrián, Sartaguda, Tafalla... Altares y sacristías escondieron fusiles y pistolas para el alzamiento fascista. Desde los púlpitos se llamó a separar las manzanas malas de las buenas. Los hisopos bendijeron a cientos de criminales y los crucifijos descalabraron a quienes, firmes en sus creencias, se negaron a ser confesados antes de ser fusilados. Sin embargo, para nuestro actual arzobispo, hablar de esto supone «abrir heridas». Defiende, por el contrario, «los años de la transición que nos ayudó a mirar hacia delante, y no hacia atrás». Y mientras esto dice, prosigue con la canonización de cientos de sus «mártires» en fastuosas ceremonias. Sepulcros blanqueados, ¡eso es lo que son!
Tras la aprobación de la Ley de la Memoria Histórica vendedores de crecepelos varios nos anuncian las bondades del producto. A nadie he oído sin embargo afirmar que vaya a servir siquiera para recuperar la décima parte de la verdad, dignidad y justicia a la que se está llegando en Chile y en Argentina. Reyes, ex ministros, generales en activo y pasivo, monseñores y purpurados, ex gobernadores civiles, ladrones y cuneteros, etcétera, descansan tranquilos. La anulación de juicios, condenas y expropiaciones no verá respaldo legal alguno. Mucho menos aún la exigencia de responsabilidades por todo lo anterior.
Tras la transición a la española de los setenta, esta ley viene a cerrar, con aquel mismo espíritu, algunos de los flecos que entonces quedaron pendientes. Varias decenas de asociaciones de memoria histórica de todo el Estado, incluidas la mayor parte de las de Euskal Herria, han firmado un manifiesto en el que se desmarcan del texto legal acordado. La propia Amnistía Internacional acaba de recordar que el mismo «sigue estando muy alejado del derecho internacional y que, por tanto, no salda la deuda pendiente del Estado con las víctimas que padecieron graves violaciones de derechos humanos (torturas, ejecuciones extrajudiciales y desapariciones forzadas)», recordando que «sin verdad y sin justicia, la deuda no quedará saldada». Ni más, ni menos.