Jesus Valencia Educador social
La memoria que nos robaron
La Iglesia hizo cuanto pudo por denigrar a la República y legitimar a los golpistas. Ni éstos, ni sus encubridores eclesiásticos, han rendido cuentas de los crímenes que cometieron. Han pasado largos lustros y hoy siguen en las mismas
La Iglesia, con gran despliegue de medios, ha ensalzado a 498 personas; todas de su bando y fusiladas por el rojerío republicano. Juan XXIII y Pablo VI se negaron a celebrar este acto tan marcado de tintes políticos. El actual Vaticano -controlado por el Opus- y la Conferencia Episcopal Española -adscrita al PP- se han salido con la suya. Hace ochenta años (¡cómo se repite la historia!), buena parte de la iglesia española se identificó con la derecha; hizo cuanto pudo por denigrar a la República y legitimar a los golpistas. Ni éstos, ni sus encubridores eclesiásticos, han rendido cuentas de los crímenes que cometieron. Han pasado largos lustros y hoy siguen en las mismas, atentando contra la convivencia y la memoria.
La España privilegiada de los años 30 era intangible. La tierra debía de continuar en manos latifundistas; la enseñanza, en manos confesionales; el poder, propiedad exclusiva de caciques; la sanidad y la cultura, patrimonio de menguadas élites sociales. A los obreros les correspondía pagar la crisis del capitalismo mundial; los jornaleros del campo saldrían cada mañana a la plaza, a la espera de que alguien los contratase. Sus mujeres, criadas de damas rancias; y sus hijos, rapatanes desarrapados de cabreros. Los hambreados dijeron ¡basta! Y otro tanto repitieron las gentes de las naciones que no se acomodaban al estado. La España reaccionaria no anduvo con remilgos. Los terratenientes franquearon las puertas de los cuarteles reclamando alzamiento. Muchos púlpitos se convirtieron en tribunas contra de la igualdad y la justicia. Los fascistas se organizaron en escuadras armadas. Gran parte de los conventos (¿ha pasado el tiempo?), una madriguera de ideas y votos reaccionarios. Los militares fascistas engrasaban cañones que pronto empezaron a tronar. ¡Era la guerra! Obispos hubo que la recibieron como don de Dios. Repicaban las campanas cuando el Ejército republicano perdía una batalla. Y en algunos cenobios se festejaba la masiva escarda de rojos. Violencia ciega que se desató en todas las direcciones y que segó incontables vidas. Pero dentro de un contexto de diferencias sustanciales: los unos, defendían la legitimidad democrática; los otros, eran golpistas. Los primeros, reclamaban la igualdad social; los segundos, la conservación de privilegios y prebendas. Murieron muchos, pero la muerte zarpeó con saña especial al bando republicano.
A la guerra siguió la dictadura. Iglesia y régimen nos robaron la memoria recreando la historia a su medida. Los vencidos, ni podían ni querían recordar. Son sus nietos los que intentan recuperar el recuerdo. El persistente fascismo político repudia ese empeño. El eclesiástico, tan beligerante como entonces, ha ido más lejos: manipulando el sentimiento religioso, dignifica solo a sus muertos. Un nuevo empeño por rematar a sus víctimas y deslegitimar a quienes ahora reclaman justicia y memoria.
Angel Irigoras, en su trabajo «Herri zapalkuntzaren lekuko batzuk», propone una sugerencia interesante: «Testigantza xumeen bitartez, eraiki behar izan dugu gure herriaren historia» («Hemos tenido que construir la historia de nuestro pueblo a través de testimo- nios sencillos»). Una tarea a la que se están dedicando, con ejemplar empeño, las compañeras y compañeros de Ahaztuak. Aurrera.