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Pablo Antoñana Escritor

Vejez y soledad

A Pablo Antoñana le produce tristeza cumplir años, toda vez que ese acontecimiento le acerca «a galope tendido de caballo sin freno, hacia el vertedero de la muerte». Desde esa tristeza, por medio de recuerdos de juventud «momificada en momentos que vive como fogonazos, vagas estampas que vienen y se van» y de testimonios de ayer y de hoy, trasmite ese el estado «casi beatífico» de la vejez, así como de la soledad que va ocupando cada vez mayor espacio.

Estos días cumplo años, muchos, y ya los cuento de diez en diez. El acontecimiento me produce tristeza, pues me acerca, a galope tendido de caballo sin freno, hacia el vertedero de la muerte, a la cadena perpetua del «ya se acabó» y a la resignación del «no hay más cera que la que arde».

Me gustaría, en este escrito, transmitir, o describir a modo de elucubración o mensaje, en lo que me atañe, y pueda, este estado casi beatífico de la vejez que, para quien no lo sufra o goce, según, recomiendo que pase hoja y no pierda tiempo. Es cavilación propia y no tiene por qué coincidir con las de quienes habitan el mismo estado pero su curso es distinto.

Quien no viva en la senectud no podrá comprender absolutamente nada de lo que aquí se diga; imposible, porque el viejo tuvo mocedad pero, si es sincero en decir verdad, la recuerda poco. Quedó momificada en momentos que vive como fogonazos, vagas estampas que aparecen y se van, a saber: la procesión de un Viernes Santo, el porrom-pom-pom de un tambor militar y las cigüeñas en la cornisa del campanario, ajenas a la liturgia, o aquel sepelio de una monja muerta y expuesto su rostro a la curiosidad, la procesión de curas, veinte, treinta, que el recuerdo recupera sin detalle, no se sabe a dónde van, de dónde vienen, qué hacen revestidos con ropillas de luto.

La guerra del 36 es una colección de cromos oscurecidos con tintas de aguafuerte, o hacía sol un mediodía en que un sargento descarga del furgón tres cajones de madera desbastada y lee con voz quemada por el ron los nombres de tres cadáveres de soldados muertos por Dios y por España. El paisaje se va llenando de fragmentos de sucesos, viajes cuyos destinos olvidados no se sabe bien a dónde, había niebla en el canal de la Mancha, o es un merodeo por los aledaños de Le Halles de París, antes de su derrumbe, sí, pero cuándo, y el judío sefardí que a modo de acertijo dijo que su apellido era «adivine, me llamo como los gatos que por la noche son... pardos» y su «mamá» murió en un campo de concentración, pero no había olvidado el ladino.

Y, como en borrosa taracea, o petachos de frazada, se van hilvanando pedazos de nuestra vida, cuando la vida era vigor, sueños espoleados, ímpetu, creer en lo que no vimos, la llama de la fe como en lamparilla de aceite, la esperanza, luz viva, tenía significado, y la alfombra de la existencia con rosetones y bodoques, juntos todos, podrían urdir un relato mezcla de lo vulgar, lo tremendo, lo grandioso, y lo simplemente nada. Esa es la historiad el hombre, humo. Nuestra vida, lo que en la memoria queda después de la batalla, cabe en la mochilita de un niño que va a la escuela. Algo imposible de recomponer, y ya no quedan testigos que certifiquen su autenticidad, pues todos se fueron dejándonos aquí, a la intemperie de la soledad, un vago sopor de conciencia, «arrastrando los pies y preguntando qué hora es».

Ycansos, contando siempre lo mismo, sin quitar ni poner, su importancia ninguna, y nadie atiende, a nadie atañe, y el campo de la soledad se ensancha cada día, y buscamos como alivio la lectura de las esquelas de óbito del periódico para cerciorarnos de que estamos vivos. No hace falta para saberlo tocarnos el cuerpo, con sus ranuritas por donde silenciosamente se escapa la vida, como a un globo aerostático el aire. Y casi nos congratula, con la crueldad propia del ser humano, la muerte de los otros, pues nos hace vivos, y esa muchedumbre que se fue, poco a poco, sin sentirlo, nos dejó cada día más y más solos, y cada aniversario, otro año más, no es ya gozo, nos acerca poco a poco, en silencio, a la estación terminis, el vagón va lleno, no se preocupen, hay sitio para todos. Somos ya observatorio patético desde el que, sin catalejo de campaña, percibimos un paisaje desolado, cada día mas deshabitado; falta la gente conocida con quien platicar al sol de nuestro invierno; la infancia es un suceso remoto, la geografía que conocimos modificada, los ríos tienen otros cauces. Ya no están las callejas por las que corría el grito de «tres navíos en la mar», y las tardes ya no se llenan de pájaros, pues no los hay; las nubes parecen distintas, no dibujan mapas, ni animales de zoología fantástica.

Nosotros convertidos en protagonistas del olvido, extraños entre extraños, buscadores en los rostros retoñados parecidos a alguien que fue compañero de parranda las tardes de domingo. Nos buscamos en fotografías antiguas y no nos reconocemos, y estamos en cuadrilla con alguien que sucumbió hace tiempo, mucho, somos espectadores mudos de nuestra propia sombra, nuestras caras, sus caras, comidas, masticadas por el tiempo, perpetuadas en una borrosidad fúnebre que se desvanece. Y no sabemos responder si somos el que lleva gabardina de gánster con botones de cuero, o pantalones golf, como el príncipe de Gales, o el del pelo a lo Charles Boyer, con raya en medio, fijador y brillantina, qué hace esa caballería aparejada, y quién es el sujeto que mantiene la brida, y quién es el de cara de bobo de feria, mirando a la eternidad del tiempo, congelado en ese papel que se cuartea. Es ya una baraja de figuras anónimas, en el cajón de la cómoda, inútil morgue que, con su repaso, nos da en el pecho un golpe bajo de boxeador inexperto.

Hago, pues, un repaso a lo acontecido en ese tiempo, ayer mismo, esfumado como el vaho del aliento en invierno, y los sucesos ya son pasto del olvido, y ya no nos encontramos, no sabemos cuándo ocurrió la guerra del 36, cuando se combatió en Huesca o en Teruel, cuando murió Durruti, y cómo ni qué comimos ayer, somos material de derribo, esperando plaza en el asilo para que una voz amaestrada nos diga: abuelo, no le conviene la sal, abuelo tampoco el tabaco, y mucho menos el vino. Y ya, testigo de hechos que a nadie importa, instalado en la vaguedad del silencio y la soledad, sabe que nada es nuevo, se repite el holocausto de Hitler en el holocausto palestino cometido por Israel, el genocidio de Gaza, y no aprenden, la tortura de Guantánamo. El siglo XX anegado en sangre de gente inocente. Las guerras beneficio generoso de la industria del armamento, ya no es la de los fusiles cargados por la boca, de chispa y gatillo de dos tiempos, ahora no se llaman Minie o Holland, sino Cetme, Kalansnikof, Tomahwak.

El corresponsal de guerra, al servicio del ejército combatiente, cuenta, si le dejan, la misma guerra de los Balcanes, la ruso-japonesa, la del Congo, la de Vietnam, la de Irak, así hasta treinta y cuatro, y me dejo alguna. Acertó quien en mis años mozos y fervorosos me dio consejo: «Calma, convéncete de que has de dejar el mundo si no igual a como lo encontraste, seguro que peor». Hoy sé que tenía razón. «La vejez -dice Delibes- es mala cosa, no tienes piernas ni humor».

El territorio de la soledad para el viejo es la única patria verdadera, el país inhóspito donde reside sin piedad.

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