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«Homebody / Kabul»: Kushner en el BAD

Josu MONTERO

Periodista y escritor

Alos 6 años, mientras veía actuar a su madre en «Muerte de un viajante», Tony Kushner decidió que de mayor sería dramaturgo. Neoyorkino del 56, se unió al grupo activista ACT UP y fue detenido por manifestarse en una misa en la catedral de San Patricio a favor de la dignificación de los enfermos de sida. Escribe entonces obras como «Una luminosa habitación llamada día» o ese bombazo absoluto que fue «Ángeles en América», una de esas obras que han marcado un hito en el teatro norteamericano. Una tremenda, alucinada y coral elegía a las víctimas del sida y un alegato, en plena era Reagan, contra el «rearme moral» de la derecha yanki.

«Homebody / Kabul» es también Kushner en estado puro: torrencial, excesivo -¡tres horas!- sobrecargado a veces de palabras y de caos, pero desbordante de vida, ideas, emoción y energía. Mario Gas ha hecho además un montaje apasionado y contundente. Cuatro años tardó Kushner en escribirla; la terminó meses antes del 11-S, y su estreno con los cascotes de las torres aún calientes provocó reacciones extremas: el conservador «Wall Street Journal» la tachó de «peligrosa propaganda talibán». Es una obra política, claro, tan antiamericana como antitalibán, pero lo importante son otras cosas: las personas y su desesperada búsqueda, su resistencia, su huída.

La primera parte se desarrolla en Londres. Nos hallamos ante el alucinado monólogo -una hora- de un ama de casa (Vicky Peña), quizá dopada de antidepresivos, que se va perdiendo/liberando por encrucijadas mentales. Nos lee fragmentos de una antigua guía de la milenaria Kabul, el Jardín del Edén, al que ansía viajar. Luego una elipsis, y la segunda parte. Ha viajado a Kabul donde se pierde su pista: ¿ha muerto? Hasta allí van en su busca su marido, un informático que se pierde en el alcohol y en el opio, y su hija Priscila (Elena Anaya), atormentada y rota ya que a sus 25 años ha sufrido un aborto, intentos de suicidio y una buena ración de electroshocks. Un poeta tayiko que escribe en esperanto: «una lengua sin historia y por tanto sin opresión»; una bibliotecaria en un país sin bibliotecas que «ha perdido su propio idioma y se ha perdido a sí misma»; un sufí guardián de la tumba de Caín que busca la lengua perdida del paraíso, «donde las palabras puedan renacer inocentes»; un actor que sobrevive vendiendo sombreros y se expresa en un idioma construido con letras de canciones de Sinatra. Son algunos de los personajes con que se topa Priscila en su odisea, ese viaje sin mapas ni certezas al corazón de un mundo caótico que la desborda. Un viaje al otro. Para encontrarse es preciso perderse.

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