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La aritmética cautiva

El catálogo de penurias cotidianas que tiene que soportar la población contrasta con el discurso oficial sobre la buena marcha de la economía. Alvarez-Solís analiza distintos elementos de esa situación y la relación de ese fenómeno con el poder. También atisba la posibilidad de «una gran revolución que se libra en batallas pequeñas».

He repasado con un cuidado exquisito mis posibilidades presupuestarias domésticas. No llego bien al día 20. Y alcanzo de forma absolutamente impropia al final de mes. La cuestión es grave, material y psicológicamente, tanto más porque habito una sociedad supuestamente rica. Todos los días leo los excelentes resultados de las instituciones bancarias, los beneficios de las eléctricas, las fabulosas cantidades que manejan las grandes compañías, al parecer dedicadas a mercadearse entre ellas. Compran y venden dinero con una agilidad admirable. Los ciudadanos solemos seguir deslumbradamente estas fabulosas excursiones al ignoto reino del oro. Más aún, hemos convertido en ídolos de nuestra devoción individual a los caballeros, y a veces señoras, que dirigen tales espectáculos de magia. El Sr. Botín, por ejemplo, es como el Gran Houdini. Lo atan, lo introducen en una gran pecera y al final se libra de sus ataduras y reaparece con otro gran banco entre las manos, tal como Venus surgió del mar con una perla maravillosa.

Los jóvenes no piensan ya en una larga y honrada carrera, en un servicio a la colectividad sino en un milagro deslumbrante que los convierta en banqueros, en presidentes de cualquier gran conglomerado en cuyo seno no se hace nada de lo vulgar: cosas, mercancías, ciencia... Anhelan ser prestigiosos y brillantes caballeros del deporte, del sexo, de los eventos con whisky, del poder. El poder es lo importante. Con el poder se tiene prestigio. Y con el prestigio se aumenta el poder. La máquina funciona en un vacío áureo. Oigamos a Torstein Veblen en su «Teoría de la clase ociosa»: «La posesión de riqueza ha llegado a ser para la estimación popular un acto meritorio por sí mismo, mas para ganar y mantener la estimación de los hombres no basta solamente con poseer riqueza o poder, sino que deben ser puestos en evidencia, porque el respeto se otorga sólo ante su evidencia (...) El hombre `normalmente constituido' está confortado y mantenido en su autorrespeto por la apariencia (...) Los ambientes vulgares, las habitaciones mezquinas -es decir, baratas- y las ocupaciones vulgarmente productivas son indudablemente condenadas y evitadas. Son incompatibles con la vida en un plano espiritual satisfactorio, con un `pensamiento elevado'».

Observemos alrededor para verificar si es cierto lo que expone el irónico americano. Sí, es cierto. Pero lo que no concluyó Veblen es que estaba exponiendo la última fase del capitalismo, camino de fundirse en su propio horno neocapitalista; una fase absoluta y decididamente fascista. El fascismo es eso: poder, voluntad de poder, culto a la apariencia, racismo, violencia institucional. Los grandes pragmatistas venían a decir que la riqueza era el signo de Dios sobre la cabeza de quienes la conseguían. La historia moría en ellos, como final del proceso evolutivo del alma. En el imperio de los poderosos no restan ya ni ideologías discrepantes, ni diálogos de continuidad. Antes de ellos no había nada. Nada hay después de ellos. Solamente la técnica. La técnica absuelve funeralmente al fascismo. Los pobres son indigentes técnicos, los desafortunados son incapaces técnicos, los que portan los bultos sobre sus cabezas en la gran expedición por la jungla son ignorantes técnicos. Todo está previsto.

Pero aparte de la disquisición con que «ellos» nos explican, la realidad es que vivimos en una escuálida existencia comparativa y confusa. Me parece acertado decirlo públicamente. Debe ser que la ancianidad, como vestíbulo del final, libera estas confesiones tan desprestigiantes. Mas no creo que mi incapacidad para ser rico o poderoso -es decir, miembro de la temible clase ociosa- se deba a mis carencias técnicas. Honradamente he de decir que sé algunas cosas, pero esas cosas no me instalan en la cucaña y aún me perjudican. Lo mortal es que ignoro la aritmética cautiva, el redentor saber del presente. A muchos conciudadanos les sucede algo así, pero prefieren declararse ignaros a pregonarse libres.

La aritmética cautiva es de reciente invención. Hace unos días la usó el Sr. Zapatero como capataz de la finca de los poderosos. ¡Ay, socialdemócratas...! El Sr. Zapatero se refirió a la creciente carestía de los productos de consumo básico, de los huevos a los zapatos, de la leche a la releche. E hizo mención de este drama sin deponer la sonrisa y mientras refería la magnificencia en que navega la economía española. Cierto es que hay inflación, vino a decir, pero eso no es culpa del Gobierno, que dirige la nave económica eficazmente; esa situación la producen imprevistos como el encarecimiento del petróleo y de las energías. Por lo visto el precio del petróleo y de las energías es un fenómeno telúrico ante el que los gobiernos no tienen nada que hacer. La aritmética clásica declara su fracaso y hay que elegir una aritmética más brillante: la cautiva de las finanzas, la especulativa. La que abrillanta el modelo social, que es un modelo de poder y de prestigio. El crecimiento y el bienestar son paralelas que únicamente se juntan en el infinito. Fuera de la aritmética cautiva braman el terrorismo, los inválidos, los podridos por la ignorancia, los que no entienden. Pero ¿qué hay que entender? Aclara Veblen: «Si, como se ha creído algunas veces, el incentivo de acumulación era el deseo o la necesidad de subsistencia o de confort físico, entonces los deseos económicos agregados de la comunidad podían comprensiblemente ser satisfechos hasta cierto punto con el avance de la eficiencia industrial; pero puesto que la lucha es sustancialmente una carrera por la honorabilidad sobre la base de una comparación valorativa, no es posible ninguna aproximación a un logro definitivo».

Quizá haya una explicación del endiablado problema de que no lleguemos al final de mes: se trata de que no hemos conseguido ser honorables. Recordemos a Rocío Dúrcal en «Alma ranchera»: «Fallaste corazón/ no vuelvas a apostar». Los corridos encierran su sabiduría.

Pero insistamos. No se entiende por qué resulta inabordable -sobre todo para un socialista- algo tan propio de la voluntad política como es instaurar sistemas sociales en que la cotización del petróleo no nos someta a un autocolonialismo mental ¿Hemos llegado realmente al fin de la historia, como pretende Francis Fukuyama, oriental abducido por la víbora norteamericana? ¿Hemos llegado al fin de la historia? Si fuera así deberíamos sostener que el hombre o que la mujer que hasta ahora éramos, con su carga de libertad y de dignidad, han resultado el sueño de una noche de verano. Como razona Skinner, tal vez estemos ya más allá de la libertad y de la dignidad.

Sin embargo, algo me dice que esto no es cierto. Cuando enfoco el telescopio sobre la propia galaxia veo gente que se levanta, pueblos que se sublevan, espíritus que gritan. Ciudadanía de extrarradio. Posiblemente esté en marcha una nueva revolución de sans culottes. Una gran revolución que se libra en batallas pequeñas, porque hay que arrimar el poder escaso a la sardina de la dimensión posible. Pensaba en ello mientras un comentarista se refería a la eficaz huelga de conductores ferroviarios alemanes -que se agrupan en un pequeño sindicato- como la vía que elige la libertad, nunca muerta, para enfrentarse a la gran hidra del poder, que se ha merendado, entre tantas cosas, a los grandes y corrompidos sindicatos estatales. Quizá haya que buscar la democracia y la libertad en entidades más dominables por la calle, más adecuadas a su poder real. Ahí se plantea de nuevo la difícil, pero inevitable, batalla contra los estados. Los estados han colonizado los espíritus hasta enajenarlos de sí mismos con el argumento de que la vida ya no se fabrica, como antes, en la calle, sino en el reservado taller en que los poderosos crean dioses de urgencia a su imagen y semejanza. No; no vivimos en la gloria.

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