Pablo Antoñana escritor
Disparates
El escritor Pablo Antoñana relata en este artículo algunas de las ocurrencias que le surgen ante «la pequeña tortura» de comenzar una página, «disparates» partiendo de la hipótesis de ser Dios: que haría ante el desolador panorama que observa en el mundo actual en cuanto a la miseria a que unos se ven condenados por la desmesurada codicia de los otros, a las agresiones al medio ambiente, a las guerras... a todo tipo de injusticias. Probablemente el lector se preguntará cuáles son, a la postre, los verdaderos disparates.
Se me han ocurrido cosas que al pasar a papel parecen y son disparates o despropósitos que se tienen cuando vienen las dudas al empezar la página, una pequeña tortura, pero en un segundo ya están disipadas.
Me digo que si yo fuese Dios y tuviese los poderes que tiene atribuidos, según dicen quienes, sin haberlo visto, lo han descrito ocupando el sopor de sus ocios fecundos, reharía el mundo, corrigiendo los muchos defectos y lacras percibidos hasta con vista corta o cansada. Por de pronto vaciaría el globo terráqueo de quienes lo habitan y traería de otros mundos, si existen, gentes nuevas para su reemplazo, ingenuas e ignorantes en el manejo de armas que matan a distancia, de noche, invisibles, cobardes, traicioneras y sin saber por qué, aunque quien las factura sí bien lo sabe. Están a su servicio y al del culto a esa nueva religión de la economía a lo grande, el hombre convertido en número, a lo más en voto, que es lo mismo, disputado como pieza de caza, cuando llega el día anunciado a bombo y platillo. Daría a la tierra su rostro primitivo, que fue virgen, ancho y hermoso, tal como en el Génesis se pinta y describe, hoy bárbaramente vulnerado. El hombre la profanó con herramientas cada vez mas y más complicadas, desentrañados sus entresijos, desveló secretos y misterios por siglos bien guardados, arrebató, codiciosamente, al mar y a los ríos pedazos de tierra que eran suyas.
Si yo fuese Dios, iba a devolver al mar la faz que tuvo, con sus barquitos de vela guiados tan sólo por las estrellas y el sextante, a los ríos sus aguas limpias, con tencas, anguilas y cangrejos, a los montes los bosques expoliados con la excusa de dotarnos de comodidad y dicha, como si la dicha fuese sólo acopiar, poseer, detentar poder, y pudiese medirse o pesarse. Y este confort nuestro a costa de millones de humanos que pasan sed y hambre, se les rapiña sus riquezas, se les tirotea cuando se quejan, vagan como sombras en busca inútil de escapar de sus miserias. Y nosotros les enviamos gente iluminada a la captura de sus almas para redimirlas y, al mismo tiempo, de sus cuerpos para hacerlos dóciles y sumisos. Napoleón el Grande, que lo fue y lo demostró, ya dijo, poco más o menos, pues me sirvo de mi memoria infiel: «mandemos primero a los misioneros que los conviertan y luego irán nuestros comerciantes a levantar factorías».
Si yo fuese Dios ordenaría a la Naturaleza sosiego, tregua, a ver si el hombre aprende y deja de agredirla, y razón tiene cuando, al enfurecerse, arroja su cólera de volcanes, maremotos, lluvias devastadoras, de los que dan noticia cada día los periódicos, ya sea en la India, Indonesia, Bangladesh, Holanda o Nicaragua. Y ello sirve para que la gente compungida, muy cristiana, recuerde una de las Virtudes Teologales, la tercera, y aporte su cuota de lástima, más una gota de lágrima, y su limosna para paliar los desastres, en las cuentas corrientes abiertas para el caso en los bancos, los de los suculentos beneficios de fin de año.
Miro a mi alrededor y casi estoy por dar la razón a los curas predicadores que llenaron de tiniebla mi infancia y adolescencia, a no ser porque seguro estoy de que eran sólo palabras. Vanidad de vanidades, decían, el hombre pura miseria, humo, que aún enturbia lo que se supone es el alma, ese pájaro enjaulado que nunca está quieto, acosado por los asombros. Eran muy bonitas aquellas prédicas, de gran belleza, llenas de enigmas y misteriosos milagros, que nos llevaban de sorpresa en sorpresa, sólo eso, qué lástima que no fuesen verdad. No es para menos viendo lo que ve, oyendo lo que oye, y sobran casos para la inquietud que cito: a la diócesis de Iruñea el Estado del Vaticano ha mandado a un general de división, arzobispo castrense, a decirnos que hay que olvidar esa herida sin curar todavía del 36, y ha dispuesto un confesionario para oír en confesión (reconciliación se dice ahora) a los parroquianos. Ello me trae al recuerdo su antecesor, que se retrató con tricornio, como un número cualquiera de la Benemérita, como también lo hizo, un poco antes, su inmediato superior el Santo Padre de Roma, Benedicto. Y, para más inri, escribió que «no está probada la participación de la Iglesia en la guerra del 36». Insólito, asombroso, increíble. Pregunto, con el apoyo que me da sólo lo aprendido en su día (gracias madre), qué diría Jesús de Nazaret de todo esto, qué diría...
Si fuese Dios, sacaría a subasta pública y a mejor postor, en la salas de Sotheby´s y Christie, todas las riquezas acumuladas en secreto durante siglos por la Iglesia católica romana y, con lo aportado, una colosal fortuna, propondría a los misioneros, esos iluminados, que fundasen un gobierno universal, comprendido, por el momento, del Africa tenebrosa, la América Latina, y el Asia olvidada. No tendría ejércitos, ni cárceles, ni tribunales de justicia, ni bancos, ni cátedras de economía, ni petulantes sabios explotadores del destino de los hombres.
Ycuando propago estos disparates, oigo los cornetines de órdenes, es lo de siempre, en llamada frenética a la función del circo del mes de marzo, próximo venidero, pues hay que elegir a quienes dirigirán nuestras vidas, sacrificados ellos por nosotros, gracias, abandonan sus oficios, gobiernos y beneficios por nosotros, gracias, misioneros de la orden de la política desprestigiada, pero que, como la Iglesia oficial, tiene prosélitos fijos, el voto cautivo, entregados fieles, leales, probando con ello que el pensamiento no es libre, que los periódicos, los contertulios, no informan sino que forman, como en otro tiempo hicieran los púlpitos, enardecedores, cultivadores de ignorancias, reconcomios y odios, no paliativos ni aliviadores. Es la hora de la patria, ese objeto sagrado, por tanto merecedor de culto de latría, con su liturgia de banderas, himnos, retórica, y por cuya abstracción, invento, se ha de estar dispuesto, a cambio de nada, gratuitamente, a dar la vida, la sangre y el cuerpo, como dicen los muchos ejemplos que suministran en láminas ilustradas los libros escolares, «o patria o muerte». Y la monserga tiene muchos prosélitos, aunque no toca lo que más duele al perseguido por ellos, paro, vivienda, la educación gratuita, pública y solidaria, la mujer maltratada, la tortura delatada por Amnistía Internacional.
Devolvería al hombre su dignidad perdida, alzaría una cárcel inexpugnable, en arenales del desierto, a donde llevaría maniatado a Bush y sus compinches, a los del Grupo 10, a los de los foros por el cambio climático, a los de la paz en Oriente Próximo, a los de Kioto, a los de la globalización. A los tertulianos que irrumpen a saco en nuestras conciencias los retendría en jaula tal que la de los zoos, con árboles, cotorras, loros, periquitos, con cuyos pájaros cautivos tendrían ocasión de hacer ejercicios de elocuencia. Tendrían de director de orquesta al agitador de la COPE, con una gramola y discos de vinilo, en los que tendrían reproducidas todas sus invectivas e insultos, que les iban a servir de recreo y diversión, aunque aturdiesen sus oídos. No caben más disparates, y corto por lo sano.