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Inocente, inocente, inocente

Josu MONTERO

Periodista y escritor

La ironía es la forma superior de la inteligencia», declaró hace unos días en una entrevista el director Lluis Pascual. Sin duda, la ironía goza hoy de buena prensa, y no seré yo quien dude de sus virtudes: esa capacidad crítica de distanciamiento que nos permite relativizar las cosas y reírnos un poco de los humanos avatares. En una época tan resabiada como ésta, la ironía se ha vuelto imprescindible; no sólo la palabra irónica, también y sobre todo, la mirada irónica. Pero la ironía tiene doble filo. La ironía no consiste sino en decir/escribir lo contrario de lo que se piensa, pero haciéndolo de tal manera que quede clara esa «segunda intención»; y ese es un terreno muy resbaladizo. En no pocas ocasiones se utiliza la ironía como parapeto para encubrir el cinismo y la hipocresía, o para lanzar la piedra y esconder la mano.

Sin embargo, hoy celebramos el Día de los Inocentes. Inocente no sólo significa libre de culpa; inocente es también: ingenuo, cándido, sin malicia, sin doblez. Y esta inocencia goza hoy de una pésima prensa. De acuerdo: nadie es hoy inocente, nadie está libre si no de culpa sí, al menos, de responsabilidad. Pero es preciso romper una lanza en defensa de la ingenuidad; de la palabra ingenua, de la mirada ingenua. Estoy seguro de que con una mirada menos irónica y más inocente disfrutaría mucho más de casi todo. Siento que cada vez tengo menos capacidad de pasarlo bien en el teatro; cada vez salgo más veces defraudado de las salas, con una acusada sensación de pérdida de tiempo y de dinero. A veces pienso que es el teatro el culpable de este desencuentro; otras en cambio estoy convencido de que soy yo, que mis ojos han perdido la mirada inocente, no resabiada, que les sobra conocimientos y les falta emoción.

El caso es que echando la vista al año que termina, no encuentro más que cinco o seis obras memorables de entre todas las que he visto, que les juro que han sido unas cuantas. Aunque bien pensado, quizá no sean tan pocas, quizá dos o tres, o acaso una sola obra que te estremezca y te conmocione, una única obra que te duela y que goces, baste para dar sentido a tantas horas sentado en patios de butacas.

No quiero dejar de nombrar ese puñado de obras: «Plataforma», de Houllebecq, con Juan Echanove y los actorazos del Romea; ese experimento que es «Homo Politicus», de F. Renjifo y La República; «Afterplay», con dos enormes Blanca Portillo y Helio Pedregal; «Barcelona, mapa de sombras», de esa turbia David Lynch del teatro catalán que es Lluisa Cunillé; o esa maravilla acerca del paso del tiempo, plena de humor y de emoción, titulada «Como piedras», de la joven compañía valenciana El Pont Flotant. Y de aquí me quedo con la energía y la poesía de «Crónica de la noche abierta».

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