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El polvorín paquistaní

La batalla por Pakistán

La muerte de Benazir Bhutto ha sacudido los cimientos políticos paquistaníes, pero más allá de la tragedia personal y política -incluso para el futuro del país-, su violento final recuerda a «la crónica de una muerte anunciada». Los intereses de Washington y los deseos de la propia Bhutto forjaron un escenario virtual. Y este se ha topado de bruces con la cruda realidad de este complejo y turbulento Pakistán.

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Txente REKONDO Gabinete Vasco de Análisis Internacional (GAIN)

Un breve vistazo nos permite observar cómo hasta hace días el movimiento talibán paquistaní se mantenía el control de los distritos de Swat y Shangla en la Provincia Fronteriza del Noreste. Recientemente recuperadas por el Ejército tras duras batallas y con importantes pérdidas de vidas en ambos bandos, esta intervención militar ha provocado también un alto número de muertes civiles, lo que a su vez trae consigo un mayor rechazo a las fuerzas de Islamabad en la zona y una mayor radicalización de sus habitantes.

La violencia sectaria también es periódica, tanto entre diferentes tribus como entre miembros de las comunidades chiítas y sunitas del país. Otras zonas, como Baluchistán, asisten al resurgir del movimiento armado que busca la formación de un Estado propio y rechaza la autoridad del Gobierno central, al que acusa de expoliar las riquezas de ese pueblo y de marginar a sus ciudadanos.

También estamos asistiendo a un notable incremento de los ataques suicidas contra militares, altos cargos del Gobierno y líderes políticos -el propio Musharraf ha sido objeto de más de un ataque-. Y todo ello se ve aderezado con la presencia de una oposición dividida y desestructurada que busca acariciar alguno de los resortes del poder aunque eso signifique llevar a cabo alianzas contra natura. Las diferentes posturas en torno a la participación o el boicot en las próximas elecciones del 8 de enero siguen dividiendo a aquella aún más.

El presidente Musharraf , como la figura del «general en su laberinto», parece, de momento, sentirse seguro, al menos en el estricto sentido político, ya que, como hemos visto, en cualquier momento se puede producir otro ataque contra su vida. Y para analizar a esa situación es clave el apoyo que recibe de Washington -la ciudadanía lo percibe y lo expresa con humor al llamarle Busharraf-, y de los militares paquistaníes, lo que le permite mantenerse firme en su puesto al frente del país.

La desaparición física de la escena política de Bhutto va a dar lugar a un sin fin de especulaciones e interpretaciones. Especulaciones que incluirán, sin duda, el modus operandi y el contexto del propio atentado registrado en Rawalpindi. Es cierto que el anterior ataque contra Bhutto al llegar al país tras años de exilio dio muestras de ser una acción planeada con mucha meticulosidad, lo que hace pensar que no muy lejos de ella podríamos encontrar a algún miembro del todopoderoso servicio secreto, el ISI. Y esos datos pasaron curiosamente desapercibidos en la mayoría de análisis occidentales.

En esta ocasión será difícil encontrar el autor intelectual del atentado, ya que éste puede obedecer a un amplio abanico de intereses que se benefician con la desaparición de Bhutto. En esta línea, tampoco podemos olvidar los muchos enemigos que tenía la dirigente política paquistaní.

Una de las claves para entender ese complejo puzzle en el que se ha convertido el Pakistán actual es el papel que desempeñan las Fuerzas Armadas desde la fundación del país. En estos momentos, los militares paquistaníes son una importante empresa financiera que ha ido creando redes y fuentes finan- cieras para poder desarrollar su maquinaria militar, incluido el costoso programa nuclear, y controlar, al mismo tiempo, política y económicamente Pakistán.

Los generales paquistaníes no están interesados en la defensa o articulación de un modelo democrático, porque son conscientes de que ello podría significar el final de sus privilegios y de su acomodada y poderosa situación, y en esto coinciden también con el otro protagonista clave, el Gobierno de Estados Unidos.

Las actuaciones de Washinton en Pakistán, como en otras partes del mundo, han estado disfrazadas por el discurso de «promover la democracia en todos los rincones del planeta», pero al igual que en el pasado con Pinochet, Marcos y otros muchos dictadores, o incluso con el general Zia y el propio Musharraf en Pakistán, lo que en realidad busca la actuación de la política exterior estadounidenses es la defensa a ultranza de sus propios intereses económicos, políticos o militares en todo el mundo. De ahí que defender la democracia con dictadores como los mencionados sonaría a risa de no ser por el tremendo sufrimiento que han generado en los pueblos a los que dice «querer ayudar».

Un repaso a la prensa paquistaní escrita en lengua urdu -más allá de los análisis de la prensa en lengua inglesa tan caros, pero igualmente tan poco precisos-, nos permite a algunos analistas descubrir el sentir de la población local, tremendamente enojada con la actitud de su gobierno ante las pretensiones de los dirigentes de la Casa Blanca. Un ejemplo lo encontramos en la reciente visita a Pakistán del subsecretario de Estado norteamericano, John Negroponte, que ha sido interpretada como «parte de los mismos esfuerzos para proteger sus propios intereses». Y más adelante, entre líneas, se puede leer que «la agenda real de la visita no es acabar con el estado de emergencia y establecer una democracia verdadera en Pakistán, sino lograr asegurar la protección de los intereses de Estados Unidos en el futuro escenario político del país».

Los frutos de esta actuación la estamos viendo en los últimos días con mayor claridad que en el pasado. La presión de Washington ha traído consigo un importante aumento del sentimiento antiamericano por todo Pakistán, además de haber contribuido a un auge de un islamismo de corte nacionalista. Este punto es importante además si tenemos en cuenta que la realidad islamista del país dista mucho de los discursos alarmistas e interesados que se vierten desde Estados Unidos, sobre todo desde sectores políticos neoconservadores.

Los partidos religiosos no son una fuerza homogénea. A las divisiones tradicionales en torno a chiítas y sunitas hay que sumar las diferentes tendencias entre los grupos con base en las zonas rurales o movimientos más urbanos. Además, hasta hace poco la tendencia talibán paquistaní representaba un movimiento marginal y poco numeroso. Un dato bastante esclarecedor es el apoyo que recibe la mayor alianza islamista del país, el Muttahida Majlis-e-Amal (MMA) que en las elecciones de 2002 logró algo más del 12% del voto (si bien es cierto que en algunas zonas fue la fuerza más votada). El proceso de islamización de Pakistán ha estado estrechamente unido al apoyo estadounidense a determinados dirigentes del país. Así, el régimen militar del general Zia recibió el apoyo y respaldo de la Administración republicana de Ronald Reegan, ya que lo consideraron pieza clave para expulsar a las fuerzas soviéticas de Afganistán. La promoción de madrassas y la radicalización ideológica de las fuerzas islamistas contó con el beneplácito de Islamabad y Washington y con el apoyo económico de Arabia Saudita. Y ahora, bajo el mandato de Musharraf, también con apoyo norteamericano, estamos asistiendo al avance ideológico y material de las fuerzas del islamismo militante, unido al aumento de los ataques suicidas y a la implantación de la sharia en algunas zonas.

Las recientes maniobras desde EEUU han traído consigo que los canales de comunicación entre los militantes talibanes paquistaníes y el Ejército se hayan roto y que la situación se esté acercando peligrosamente a un punto sin retorno.

En Pakistán estamos asistiendo a una lucha sin cuartel. Por un lado, están las Fuerzas Armadas y sus apoyos políticos y económicos tanto locales como extranjeros y, por otro lado en- contramos a los militantes islamistas, partidos minoritarios, parte de la sociedad civil, e incluso a al-Qaeda. Y en el fondo una pelea de todos contra todos. Y sin olvidar a EEUU, uno de cuyos políticos ha señalado que «la seguridad del arsenal nuclear paquistaní es el principal interés estratégico de Washington». Y para ello no duda en apoyar a los militares locales para que mantengan «controlado el centro del país» (Islamabad y Punjab).

La sociedad paquistaní afronta divisiones étnicas, políticas, sectarias y culturales, y ahora a éstas hay que añadir un movimiento islamista radicalizado en auge. Probablemente todavía no hemos asistido a la conclusión de esta lucha por Pakistán, pero podemos adelantar que probablemente no asistamos a un final feliz.

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