Versiones impúdicas y silencios vergonzosos frente a dos realidades
Por obvio, resulta casi ridículo tener que recordar que en accidentes como el de Nati Junko no hay casualidad, sino causalidad. Que los presos están a 716 kilómetros de casa por término medio y los allegados dan cada fin de semana 20 vueltas al mundo.
Ramón SOLA
No resulta nuevo que las muertes de familiares de presos en sus interminables viajes sean tratadas por la práctica totalidad de medios como meros accidentes de tráfico... o ni siquiera se traten. Tampoco que casi todos los portavoces políticos opten por refugiarse en el silencio. Pero sí es nuevo que se intenten elaborar teorías de la casualidad como ésta que se leía el jueves en un editorial madrileño: «Suponemos que los accidentes fortuitos que sufren las familias de los presos de la banda serán similares a los de cualquier persona que se desplace habitualmente. ¿O es que ser familiar de un etarra supone un plus de peligrosidad en la carretera? ¿O es que estas personas no usarían el automóvil de no tener familiares presos?». Argumentos equiparables se han escuchado estos días en tertulias de medios vascos: ha habido desde quien sitúa la responsabilidad sobre los presos hasta quien argumenta que «desde luego, no es lo mismo un tiro en la nuca que un accidente de tráfico» o quien se pregunta si en consecuencia habría que culpar también a los empresarios de los siniestros de sus empleados cuando acuden a veranear.
Por obvio, resulta casi ridículo tener que recordar que en la dispersión no hay casualidad, sino causalidad. En junio pasado, Etxerat ofreció algunos datos: la distancia media de los presos políticos vascos respecto a su domicilio es de 716 kilómetros, cada fin de semana la distancia recorrida por sus allegados supone darle veinte veces la vuelta al mundo, y en 2006 se registraron 21 accidentes graves con un balance de 48 heridos. ¿«Accidente fortuito»? Lo fortuito, o más bien lo milagroso, sería que no se produjeran dramas como la muerte de Natividad Junko, la muerte número 17. Es imposible explicarlo mejor que como lo hacía en las páginas de GARA Javier González, el padre del preso al que iba a ver la fallecida, desde Gasteiz a Teruel (844 kilómetros entre ida y vuelta): «El Gobierno del PSOE nos mete a miles de vascos en un bombo siniestro de muerte y destrucción; unos boletos que nos van tocando poco a poco». Y desde junio a aquí hay cien presos más. Cien bolas más en el bombo.
Pero tan dolorosos como las versiones impúdicas son los silencios. Partidos que han firmado pomposas declaraciones institucionales contra la dispersión no han abierto la boca estos días. La portavoz de Lakua recula cuando se le insta a confirmar que obligar a los familiares a echarse a la carretera todos los fines de semana es también un hecho violento. Son silencios tras los que se incluye la incomodidad por una muerte que no es casual, sino causal. Y que, en consecuencia, tiene responsables y por eso resulta demasiado molesta. Tan molesta como la imagen de Gorka Lupiañez en los calabozos de la Guardia Civil: «Me tumbaban en un colchón, me sujetaban los pies, los brazos y la cabeza y me echaban agua con una manguera en la boca y en la nariz. Me sujetaron, me levantaron las piernas y en esa posición me metieron el palo. Me empezaron a dar bofetadas en la cara y me provocaron muchas llagas en el interior de la boca. Me ataron los testículos y el pene con una cuerda y se pusieron a estirar».
Las imágenes del cadáver de Junko y del cuerpo de Gorka Lupiañez resultan simplemente demasiado difíciles de asumir. Imágenes tolerables sólo si llegaran desde la distancia de Pakistán o Birmania, Guantánamo o Abu Ghraib... una distancia suficientemente amplia como para diluir las responsabilidades.
Pero lo más preocupante no es siquiera eso, sino que sobre esas falsedades y esos silencios se construye la gran mentira de que en Euskal Herria no existe un conflicto político con múltiples agentes que usan violencias, ya sea en forma de atentado, de tortura o de política carcelaria. Un conflicto que tiene que ser solucionado cuanto antes, y que exige primero que las verdades incómodas se reconozcan.