Un momento político complicado para abrir el debate de la legitimidad de la violencia
El Partido Nacionalista Vasco, partiendo de un marco conceptual nunca abandonado durante los últimos 30 años pero reivindicado con especial hincapié durante el mandato de Imaz, ha hecho de la «deslegitimación de la violencia» uno de los elementos centrales de su discurso político. De hecho, si hacemos caso de sus portavoces, éste será el elemento central de su práctica política a medio plazo. En consecuencia, de la mano del PNV pero por boca de los consejeros de EA, el Gobierno de Lakua ha asumido la función social de dar cuerpo institucional a ese postulado y ha puesto en marcha el «Plan Vasco de Educación para la Paz y los Derechos Humanos 2008-2011». Un plan cuya prioridad es la «deslegitimación radical del terrorismo». El proyecto, con un presupuesto de 6,5 millones de euros, contempla 90 programas concretos, especialmente, pero no de forma exclusiva, en el ámbito educativo. Sus responsables se han apresurado a advertir que no se trata de «un plan antiterrorista para la educación», pero esa advertencia suena a excusatio non petita, accusatio manifesta.
Y es que por más que Azkarraga se empeñe en situar su proyecto en la corriente de pensamiento de Ghandi en la India o de Rugova en Kosovo, el contexto político real en el que se enmarca ese plan no es otro que la «guerra contra el terror» de George Bush, de la que el Estado español es la más pura vanguardia dentro de la Unión Europea. El plan presentado ahora por el Gobierno de Lakua es una versión «demócrata» de esa estrategia contra el terror. «Demócrata» atendiendo a los orígenes de esa estrategia en la política norteamericana y entendida, aprovechando el contexto electoral de aquel país, como opuesta a «republicana». Pero no deja de ser la cara amable de una estrategia que niega de raíz una comprensión cabal de la realidad social no sólo de nuestro país, sino del mundo. Tal y como señala hoy mismo en GARA el periodista Antonio Alvarez-Solís, «los autocalificados defensores del orden social están pudriendo la médula de la sociedad al privarla de la amplia visión precisa para superar el gravísimo problema de la violencia en el mundo».
La condena universal de la violencia
Precisamente, una de las ideas que ha diferenciado a Ibarretxe del resto de mandatarios coetáneos -de Aznar o Zapatero, por ejemplo- es su firme convicción ética, defendida a capa y espada en todas sus alocuciones, de que la violencia es mala per se y no tiene justificación posible en ningún escenario. El resto de mandatarios, conscientes de que dentro de su función está la de ejercer la violencia legal de las instituciones, nunca han alardeado demasiado de esa posición ética universalista. Ibarretxe parece obviar esto, aunque luego ejerza -como se pudo comprobar ayer mismo en Donostia- como los demás.
Sin embargo, y situados como hace el mencionado plan en el ámbito de la educación, de la historia contemporánea y de los grandes pensadores morales de nuestra época, la condena universal de la violencia no sólo afecta a ETA, tal y como sugiere ese proyecto. Ese planteamiento va directamente contra los postulados de George Orwell en los 40, en contra del ejemplo del Che Guevara en los 50, pretende rebatir a Sartre en los 60, niega al Nelson Mandela de los 70 y falsea al Gerry Adams de los 90. Intentar negar u ocultar esta realidad, sea por medio de la coherción o de la educación, no impedirá que en las clases de los institutos alguna alumna levante la mano y pregunte: «Entonces, ¿qué debía de haber hecho el lehendakari Agirre en el 36?».
En definitiva, la legitimación social de la violencia política no tiene que ver con las declaraciones de Ibarretxe, Zapatero o la propia ETA. Simple y llanamente porque no es una cuestión de palabras, sino de hechos. La legitimación de la violencia en un contexto dado depende ante todo de que existan las condiciones políticas básicas para que todos los proyectos democráticos puedan desarrollarse en igualdad de condiciones. A menor posibilidad de desarrollar esos proyectos, mayor será la legitimidad con la que contará la violencia política en una determinada sociedad. Ello no implica matemáticamente que un mayor número de gente apoyará a una determinada organización o que considerará la violencia no sólo legítima sino necesaria. Pero sí implica que sus argumentos y posiciones políticas -no necesariamente su voto o su acción- conllevarán la consecuencia lógica de que ciertas clases de violencia política no-estatales son legítimas.
Palabras y hechos
Tras la sentencia del Tribunal Supremo español contra el movimiento juvenil vasco, tras la persecución y encarcelamiento de interlocutores en pleno ejercicio negociador, a partir del encarcelamiento y condena de la mayoría de los acusados en el sumario 18/98, tras conocer el testimonio aterrador de Gorka Lupiañez sobre las torturas, tras la muerte de Natividad Junko o tras la sistemática ilegalización de actos y proyectos políticos -por mencionar tan sólo hechos cercanos-, la legitimidad o falta de legitimidad de la violencia política no depende de este plan «educativo». Ni la resolución del conflicto depende de ese otro plan que propugna Ibarretxe. Por lo tanto, es hora de exigir a los políticos menos planes y palabras, y más responsabilidad y hechos.