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No pasa nada

«La aventura»

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La muerte de Michelangelo Atonioni vino a coincidir en el mismo día, por esas injusticias que tiene la vida, con la de Ingmar Bergman. Desde que el doble deceso tuviera lugar el pasado verano se ha venido hablando mucho más del cineasta sueco, quedando el italiano en ese incómodo lugar reservado a los fenómenos minoritarios y, por lo tanto, más susceptibles de ser cuestionados o discutidos. No obstante, un mínimo análisis de la obra del padre de la incomunicabilidad en el cine sirve para comprobar que se adelantó en el tiempo al cine de autor actual. A su manera anticipó la decadencia de la sociedad burguesa, al demostrar que bajo su apariencia intelectual sólo había un gran vacío existencial, que ni todo el lujo material y las comodidades del mundo eran capaces de llenar.

No es ninguna broma reconocer que «La aventura» fue una película que ya nació a la contra porque fue a estrenarse el mismo año en que Federico Fellini triunfaba con «La dolce vita», obra que, para colmo, trataba el mismo tema de un modo mucho más espectacular. Está claro que Antonioni no perseguía la brillantez formal, sino explorar el lenguaje fílmico desde la más pura experimentación. En el Festival Cannes no supieron ver el horizonte expresivo que abría esta primera parte de la trilogía de la incomunicación, a la que seguirían «La noche» y «El eclipse», por lo que fue muy mal recibida salvo por ciertos sectores críticos más comprometidos. Se quedaron la banal anécdota, sin comprender que era precisamente el espejo en el que se reflejaba la autonegación de unos personajes atrapados en sí mismos, a los que la puesta en escena trataba como meros objetos de un drama sobre la nada. Antonioni lograba así equiparar la creación cinematográfica a la literaria, al captar estados de animo inapreciables que necesitan de un proceso descriptivo similar al que consigue en el arte escultórico el vaciado de un volumen.

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