CRÓNICA Diálogo con la literatura
Anécdotas de la infancia, primeros escritos y tropezones con las editoriales
La infancia, los primeros textos, los disgustos editoriales... dos autores de generaciones muy alejadas, Harkaitz Cano, de 32 años, y Ramiro Pinilla, de 84, hablaron ayer en La Biblioteca de Bidebarrieta sobre «Las edades del escritor».
Karolina ALMAGIA
«¿Cuándo se forjó su vocación?» fue la primera pregunta lanzada por el moderador, el periodista Iñaki Esteban, en la primera cita del ciclo «Diálogos con la literatura», que fue seguida por un centenar de personas. Ramiro Pinilla (Bilbo, 1923) se remontó a los trece años, edad en la que recuerda haber escrito su primera redacción. «Con esa edad yo iba al monte y estudiaba la evolución de los zapaburus. ¿Por qué uno se decanta por una afición y no por otra? Es un misterio, pero creo que tiene que ver con la necesidad de dar la talla en algo». Y ahí entró en juego su abuela. «Uno continúa una línea cuando cree que algo le sale bien. Yo a esa edad no sabía que todas las abuelas decían maravillas de sus nietos. Le leí a la mía una redacción que había escrito y, cuando acabé, ella levantó las manos y exclamó: ¡Tenemos un escritor en la familia! Aquello me marcó». En el caso de Harkaitz Cano (Lasarte, 1975) la figura determinante fue su madre. «Yo quería ser escritor y me pasaba el día recortando el periódico y montando las noticias de otra manera. Hasta que un día mi madre me dijo que los periodistas no inventan historias, sino que cuentan la realidad. Automáticamente dejó de interesarme el periodismo. Decidí que quería ser escritor porque los escritores podemos contar mentiras, y si contamos verdades, nadie las cree».
Ahí está el germen, pero luego vinieron los primeros pasos. En la familia Pinilla se alarmaron cuando el joven Ramiro avanzó sus planes. No eran tiempos para la lírica y eso de escribir no dejaba de ser una extravagancia. «Yo me sentía un bicho raro -recuerda Pinilla-. Hasta que tropecé con Don Ignacio, un fraile profesor de literatura que fue quien me empujó a redacatar y a leer a los clásicos». También en su nuevo instituto, Harkaitz era un perro verde. Solía llevar una rama de laurel en la boca, costumbre que traía de Lasarte, donde lo hacían todos sus amigos. Un día oyó a dos compañeros hablar sobre él: «Ese nuevo es un tío rarísimo. Come hierba y, además, escribe».
Los libros. En ellos aprendió Ramiro que deben «tener tensión, no dispersarse». Para el escritor getxotarra fue fundamental descubrir a Faulkner y con él «que el misterio consiste en no contarlo todo», como para Cano lo fue leerse las obras completas de Ionesco con 14 años. «Desde entonces, aunque intente ceñirme al realismo, siempre me sale por algún lado el absurdo».
Con el tiempo vas aprendiendo oficio, coincidieron ambos autores. Y eso lleva a la depuración del estilo. «Cuando me sale una frase bonita, la tacho y vuelvo a empezar», avisa Pinilla. Y luego está el eterno dilema: Vivir de la literatura, ¿sí o no? El autor de «Verdes valles, colinas rojas» aconseja buscarse otro empleo. «Yo he hecho todos los trabajos negreros, he fusilado biografías y otras cosas de las que me avergüenzo, pero lo prefiero. Porque el escritor que quiere vivir de lo que escribes acaba sometido a las modas y al mercado». Al autor de «Verdes valles, colinas» las editoriales le dieron muchos problemas, hasta el punto de que, tras ganar el Nadal en 1960, decidió autoeditarse sus siguientes obras y sufrió «ostracismo durante años». Fueron muchas las anécdotas que ayer contó en torno al mundo editorial, pero nos quedamos con la del año en que quedó finalista del Premio Planeta. «Me habían citado a la cena insinuándome que el premio era para mí. Cuando se lo dieron a Gironella, el editor vino donde mí, me dijo unas palabras de consuelo y me metió 5.000 pesetas al bolsillo. Cuando semanas después recibí el cheque del 2º premio me había descontado las 5.000 pesetas».
Cano no tiene esos problemas cuando publica en euskara, donde trata con editores que ejercen de ello y «ponen mucho de su parte para que el libro sea mejor», pero sí en castellano, donde «me es difícil encontrar a un interlocutor con el que hablar de literatura».