Mario Zubiaga profesor de la upv y condenado en el sumario 18/98
«Divide et impera»
Dos veces hemos tocado el cielo con los dedos. Dos veces se nos ha negado. La crisis que el soberanismo vive tras Lizarra, agravada por el fracaso de las conversaciones de Loiola, está siendo aprovechada por el sistema político español para reforzar la persecución policial-judicial iniciada en los noventa. Decíamos hace poco que los soberanistas pueden caer en un estado de shock paralizante, y que ése es el objetivo del ataque.
El reciente brindis de nuestro lehendakari por la misma España que le procesa y no dudaría en encarcelarle puede ser una señal de que ese estado de regresión ha llegado ya a los sectores soberanistas más pusilánimes. Mientras tanto, los sectores más comprometidos, que son los que están sufriendo especialmente, en vez de brindar por España -sólo faltaba-, hacen brindis al sol. Otra señal del estado de shock incipiente.
En los procesos de cambio político, el alcance de la reforma se mide a la luz del grado de alineamiento de las élites sociales y políticas. Por eso, la pugna entre las élites favorables y contrarias al cambio por articularse y desarticularse recíprocamente es incesante.
En este sentido, la estrategia de guerra judicial busca impedir la articulación y alineamiento de las élites sociales y políticas soberanistas y, como consecuencia, reforzar el alineamiento de las elites sistémicas, centrales y periféricas. Como bien dijo César, divide et impera.
Antes de lanzarse a cualquier reforma, el Estado necesita que los soberanistas estén divididos. Ya lo están. Por eso, la reforma, que resultaba inasumible en los tiempos de Lizarra, es posible a corto plazo. Es posible porque, como siempre, los que se oponen al cambio -PP y PSOE- están unidos en lo fundamental, y los que desean el cambio están fracturados. Por eso tienen Estado, por eso no lo tenemos todavía.
El diagnóstico que se ha divulgado estos días, por obvio, no parece discutible: existen sin duda sectores nacionalistas, alineados con las élites estatales, que buscan reeditar un ciclo autonómico. El quid está en la terapia: ¿cuál es el mejor modo de evitarlo, de alinear y articular a las élites soberanistas y dividir a las sistémicas?
No hay recetas fáciles, pero los pasos que se están dando últimamente no parecen muy acertados. La persistencia de un núcleo duro independentista no es amenaza suficiente para unos gestores estatales y autonómicos larga y cómodamente asentados en el conflicto y que posiblemente temen más a un hipotético día después que a la revuelta política limitada resultante de un nuevo contubernio estatutario que vuelva a dejar fuera una parte del país.
Por eso, la pregunta es sencilla: ¿Qué temen los inmovilistas de toda laya? El alineamiento de un bloque soberanista civil y democrático. ¿En qué estado se encuentra ese bloque? Maltrecho. ¿Cómo puede rearticularse? No con las actuales estrategias políticas.
La trinidad soberanista sigue sin asumir que el liderazgo del cambio debe ser compartido o no será. Por un lado, el sedicente soberanismo jeltzale plantea un desafío al Estado poco creíble: el limitado compromiso del partido con su lehendakari, la incoherencia intrínseca de Lakua -un gobierno soberanista no puede privatizar la sanidad pública ni debería cooperar en la persecución judicial- y la fundada sospecha de que bajo la buena voluntad de algunos está el cálculo electoral de otros no parece que vayan a permitir la articulación de una mayoría social potente, imprescindible para el éxito de la famosa hoja de ruta. Por otro lado, los sectores sociales soberanistas no encuadrados en la izquierda abertzale organizada llevan mucho tiempo a la expectativa, quizás demasiado: temerosos ante el compromiso de asumir un protagonismo político que se les antoja excesivo, naturalmente desconfiados ante liderazgos ajenos, ya sean institucionales o vanguardistas. Y finalmente la izquierda abertzale no parece valorar que el actual desalineamiento soberanista se acrecentará en la medida en que se refuercen otros mecanismos ya conocidos, especialmente la radicalización y la espiral centrífuga en el ámbito discursivo y de la acción colectiva.
Más allá del acercamiento ético, que nunca debe postergarse -cualquier objetivo legítimo no justifica cualquier sufrimiento injusto-, en las actuales circunstancias políticas la entrada en una nueva espiral de violencia tiene como consecuencia directa e indiscutible la desarticulación de los espacios soberanistas vascos. Esa misma espiral que presumiblemente debería hacer inevitable una reedición del proceso negociador es la que impide la acumulación de fuerzas imprescindible para que cualquier negociación no vuelva a fracasar. La contradicción interna del paradigma político-militar es insalvable.
Los últimos acontecimientos están mostrando hasta qué punto el sistema desea provocar una espiral de violencia de estas características. El trato inhumano a los detenidos y la insistencia en la dinámica ilegalizadora sólo buscan provocar una reacción en espiral, una reacción que coloque en la peor posición posible a una reivindicación nacional vasca crecientemente desarticulada. Una reacción que, incluso, arrastre al abismo a un gobierno socialista perfectamente prescindible si de lo que se trata es de gestionar un escenario de victoria casi total sobre el enemigo interior. Un escenario de reforma epidérmica para el que el Estado siempre encontrará comparsas en este lado.
Otro mecanismo claro y casi inevitable en los momentos de represión es el cierre de filas. Es en cierto modo lógico que en esta coyuntura el debate estratégico abertzale quede en suspenso. Pero en política la acción estratégica debe superar los automatismos y las justificaciones autoindulgentes en favor del cálculo de oportunidad y eficacia: ¿a quién beneficia cada decisión? ¿Qué modelo de acción es el más conveniente en esta coyuntura histórica?
Los movimientos sociales se debaten entre tres modelos de acción colectiva: la política de poder, la política de influencia y la de identidad. La izquierda abertzale ha priorizado desde su origen una política de poder alternativo al sistema -ese estado especular que diría mi amigo Letamendia- que le ha permitido sostener su posición anti-sistémica a lo largo de las últimas décadas. Esta política de poder, de naturaleza claramente vanguardista pero no exenta de vocación articulatoria -unidad popular-, está claramente en crisis.
Tras Lizarra y la exitosa extensión del marco discursivo autodeterminista, una política de poder entendida como articulación hegemónica alternativa sólo se puede llevar a cabo con un modelo de acumulación de fuerzas menos vanguardista, más horizontal, con liderazgos realmente compartidos. Ante el temor a perder el liderazgo -el monopolio del significante vacío «Euskal Herria»- y el terror a caer en la banalidad de la política de influencia y convertirse en un actor más en la política al uso -un interés particular entre otros, más o menos influyente, pero con las mismas armas inanes que los demás-, la izquierda abertzale está siendo tentada por la política de identidad: la reducción a una comunidad autocentrada de convencidos que no abandona sus señas de identidad históricas, pero renuncia de facto a la pretensión de configurar un proyecto hegemónico. Su incansable y valioso capital humano, su compromiso histórico con el país no merecen ese final.
Así, a estas alturas, no se puede pensar que, más allá de la coyuntura inmediata, la estrategia adecuada estribe en un viraje hacia discursos y prácticas de cerrazón grupal -una nueva larga marcha de regreso a un 1976 en el que la historia ni siquiera llegue a repetirse como farsa-, una vuelta a una política que dinamita puentes, que busca al enemigo más odioso entre los únicos aliados posibles. Por el contrario, es momento de tender puentes. Es momento de pontificar, valga la ironía. Pues los puentes no sólo sirven para que huyan los votantes o pasen los carroñeros. Los puentes fijan las riberas, aseguran las posiciones y conectan, alinean a las fuerzas sociales y políticas que desean un cambio democrático, sean o no abertzales. Es hora de renunciar a protagonismos y pretensiones hegemónicas internas, aparcando unas formas de resistencia que desacumulan fuerzas, tienen unos costes éticos y políticos inasumibles y reportan beneficios que sólo se miden en términos de reforzamiento sistémico. Y hay que asumir al tiempo compromisos colectivos reales, aunque sean de mínimos. Aun cuando esos compromisos no supongan compartir absolutamente modelos de vida y desarrollo, ni, incluso, fidelidades nacionales claras. Napoleón dixit: «únete para la lucha, sepárate para vivir».
Por eso, es momento de arriesgar. Y deben hacerlo en mayor medida los que más tienen que perder, los sectores soberanistas y progresistas que se rebelan contra las doctrinas del shock que, al tiempo, recortan libertades civiles y derechos sociales. Así, los que no deseen entramparse nuevamente en una mera reforma autonómica deberían saber que ni con el resistencialismo estéril de unos ni con la autosatisfacción testimonial de otros vamos a lograr un cambio político real.
Finalmente, en esa lucha democrática nos debe animar una constatación: el poder judicial es siempre el último recurso del Estado. Es un arma temible, de destrucción masiva, cruel e inhumana, pero es su última arma disponible e, indefectiblemente, pierde eficacia ante gente desarmada. Pues, como bien dijo Hannah Arendt, poder y violencia son términos contrapuestos. Y ante el poder del pueblo nada puede la violencia del Estado.