A nada que se empeñe, a Sylvester Stallone no le va a costar mucho ser mejor director que actor, progresión elemental de la que ya dejaba constancia con «Rocky Balboa», entrega final con la que puso un digno colofón a su otra saga famosa. Con esta cuarta parte de «Acorralado» el propósito es semejante, aunque Rambo es un personaje que se presta a la ridiculización y, por tanto, es más difícil de enterrar con honores, ya sean militares o no. Frente a la cámara bastante ha tenido con entrenarse duro para disimular sus ya sobrepasados sesenta años de edad, mientras que detrás de ella se ha concentrado en la acción bélica con una exhibición violenta que no ahorra detalle sangriento o sádico. Para justificar el despliegue de tanta brutalidad ha buscado uno de los conflictos internacionales más enquistados, como lo es el birmano. No deja títere con cabeza en nombre de una supuesta buena causa, puesto que se pone del lado de un grupo de misioneros atrapados en la jungla. Pero cada vez que abre la boca se delata a sí mismo, porque ya se sabe qué tipo de discurso patriótico maneja este mercenario yanqui, ex combatiente en Vietnam, Afganistán y toda guerra por la supremacía del gran hombre blanco.