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Hablando de paz mientras se afilan los cuchillos

La reciente liberación de dos políticas secuestradas por las FARC-EP, gracias a la mediación del presidente venezolano, Hugo Chávez, ha puesto en primera plana la situación dramática de los civiles secuestrados y de los uniformados capturados por esta agrupación insurgente en Colombia. Capitalizando el efecto que los relatos de la selva han tenido sobre la opinión pública, el gobierno se ha lanzado en una verdadera cruzada para reforzar su fracasada política militarista en momentos en que se demostraba que mientras ella fue incapaz de liberar a ninguno de los rehenes, la mediación política si pudo surtir algún efecto.

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José Antonio GUTIÉRREZ*

(*) Miembro del Centro de Solidaridad con América Latina de Irlanda, participó en la Misión Internacional de Verificación sobre la Situación Humanitaria y Derechos Humanos de los Pueblos Indígenas de Colombia (MIV), en Setiembre del 2006.

Esta cruzada ha incluido la visita de altas personalidades de EEUU a Colombia, que pretenden mostrar la cara amable del Plan Colombia y de la política de Seguridad Democrática, que es la aplicación del citado plan, cuyo énfasis es la solución puramente bélica al conflicto, mediante la militarización del país, la represión a toda forma de disidencia, una impresionante propaganda militarista-ideológica que oculta su servilismo a los intereses imperiales tras una retórica exaltación patriótica, el impulso de medidas para favorecer al paramilitarismo (la Ley de Justicia y Paz ocupa un sitio de honor), la limitación de las libertades cívicas y el reforzamiento de la penetración militar norteamericana mediante el Plan Colombia.

Esta cruzada ha consistido también en una oleada de McCarthysmo contra Chávez, quien no solamente ha puesto el dedo en la llaga con su mediación, demostrando las posibles alternativas al capricho belicista de Uribe, sino también al hablar del carácter beligerante de los movimientos insurgentes, lo que pone de relieve aquello que el Gobierno ha negado todo este tiempo: que lo que existe en Colombia es una guerra civil, un conflicto armado que se arrastra desde 1948, reconfigurándose una y otra vez en distintos actores armados, y que no es explicable con el cuento de que sólo se vive una situación de «amenaza terrorista», a la que el uribismo ha querido reducir el conflicto.

Uno de los aspectos fundamentales de esta cruzada es la manipulación del dolor de las víctimas del conflicto y buscar capitalizar ese dolor y justa indignación hacia la movilización de apoyo, principalmente, de las clases medias. Mientras el Gobierno se llena la boca hablando del sufrimiento de los secuestrados y repite con un sensacionalismo brutal relatos de la cautividad, da la espalda a los familiares de los rehenes y capturados que claman por un acuerdo humanitario efectivo y el término de las caprichosas aventuras belicistas de Uribe.

Un nuevo capítulo de esta manipulación, lo vivimos con la convocatoria a una jornada internacional de protesta en contra de las FARC-EP que comenzó como una iniciativa «anónima», luego fue tomada por una organización llamada «un millón de voces contra las FARC» y ha terminado por ser acogida y aplaudida por quien, muy probablemente, estuvo de un comienzo detrás de ella: el Gobierno, quien a través de sus consulados y embajadas se ha asegurado de movilizar a la opinión pública a su favor no solamente en Colombia, sino en la numerosa comunidad colombiana en el extranjero.

Es perfectamente legítimo que se sienta repulsión por algunos de los métodos utilizados por las FARC-EP, que son el resultado de la degeneración de un conflicto que se ha alargado por demasiado tiempo. Y es imperativo cuestionar dichos métodos y denunciarlos con todas nuestras fuerzas.

No es honesto

Ahora, lo que no es honesto, es olvidar (¿olvidar?) que dichos métodos no son patrimonio de las FARC-EP y que también han sido utilizados, hasta la saciedad, por el Estado colombiano y por el paramilitarismo -con estrechos vínculos con el Estado-, quienes los han llevado niveles supremos de refinamiento. No es honesto ¿olvidar? que el grueso de las violaciones a los derechos humanos en el primer período de Uribe (un 80%) han sido llevadas a cabo por el Estado y los paramilitares. No es honesto culpar de toda la violencia a una de las partes para que las otras, que tienen las manos aún más manchadas de sangre, se vean expurgadas de culpa. Y lo que es inaceptable es que una de las partes del conflicto, el Estado, siendo uno de los peores violadores y estando íntimamente involucrado con el paramilitarismo -la peor degeneración de todo el conflicto-, tenga el descaro y el cinismo de impulsar una «jornada por la paz» y gritar a los cuatro vientos «que los derechos humanos esto, que los derechos humanos lo otro». La sola presencia del uribismo y de los parapolíticos en una jornada que se dice por la paz, pero que en realidad es sólo una jornada contra las FARC-EP (como que este fuera el único actor del conflicto armado), transforma esta jornada en una farsa perversa. El uribismo solamente habla de paz, para tomarse el tiempo suficiente a fin de afilar sus cuchillos.

Lo que es lamentable es que mucha gente, principalmente de esos sectores de clase media que han sido amamantados en la omnipresente propaganda ideológica del uribismo, vean sus legítimos sentimientos de indignación manipulados con fines bélicos. Porque si la marcha es contra las FARC-EP y no emplaza a los otros actores del conflicto, esto puede ser tomado claramente como una carta blanca hacia ellos. El silencio es una forma de complicidad, y esta complicidad busca lavar las manos de los Pilatos que desde la derecha llevan décadas torturando, asesinando, mutilando y desapareciendo al pueblo. Lo que significará reforzar la propaganda de guerra y crear las condiciones subjetivas para un endurecimiento del conflicto y de los factores que lo alimentan, particularmente, del Plan Colombia y la Seguridad Democrática. Esto, huelga aclararlo, significará no un paso hacia una paz duradera, sino una jugada que aleja aún más cualquier perspectiva de paz. Paz que depende, en última instancia, de un acuerdo humanitario y una solución política.

Lo repetimos: el silencio es una forma de complicidad. Los que hoy se rasgan los vestidos hablando de paz y derechos humanos han guardado un sepulcral silencio cuando las víctimas no han sido parlamentarios de derecha secuestrados, sino candidatos presidenciales de izquierda asesinados; su sepulcral silencio fue idéntico cuando se exterminó a un partido político completo (la UP), del que se eliminaron físicamente a 5.000 militantes en poco más de una década.

Mientras se soltarán lágrimas de cocodrilo por parte de estos interesados quijotes, no se hablará de los más de 3 millones de desplazados a causa, principalmente, de la militarización y del paramilitarismo, cuyas tierras han sido frecuentemente ocupadas por paramilitares que hoy disfrutan de todos los beneficios de una ley (mal llamada de justicia y paz) hecha a su medida. Mientras se gritará estridentemente que las FARC-EP son responsables de unos 10.000 asesinatos desde fines de los 80, no se dirá que en ese mismo lapso de tiempo han sido asesinadas unas 70.000 personas en el conflicto, la inmensa mayoría imputables al Estado y a los paramilitares. No se mencionará el drama de los 30.000 desaparecidos, la inmensa mayoría de éstos a manos del paramilitarismo; no se hablará de cómo el Gobierno se ha colocado en una situación de ilegalidad permanente, a la cual apenas se echó una ojeada con algunos de los auto-atentados que se han esclarecido y con la parapolítica que ha desnudado a la clase política colombiana, demostrando que el 35% de los parlamentarios sostenía alguna clase de vínculo con los paramilitares -por no hablar de que el propio Uribe estuvo involucrado en la fundación de las cooperativas CONVIVIR, embrión que se convertiría en las AUC-; no se dirá una sola palabra, ninguna, sobre los 2.500 sindicalistas asesinados y desaparecidos desde 1991, más de 500 de los cuales han sido asesinados y desaparecidos durante el Gobierno de Uribe.

Este silencio no es casual: responde a la visión selectiva de quienes se preocupan de los derechos humanos cuando les conviene, de quienes defienden la vida siempre y cuando sea de los de su bando. Y no puede ser de otra manera, cuando la violencia es el único recurso por medio del cual la oligarquía colombiana se ha mantenido en el poder y enriquecido a costa del sufrimiento de las grandes mayorías. Es bien sabido, hay colombianos más colombianos que otros, así como hay derechos humanos para unos y no para otros. Pero, obstinadamente, esos colombianos de abajo han estado por décadas y pese al terror, gritando su verdad, denunciando su situación, la cual ha caído en la indiferencia de la gente bien y de los medios que moldean su opinión.

Por ello es que lo más notable de la movilización no sea, quizás, quienes salieron a la calle, sino que aquellos que no salieron, porque comprendieron que allí no reposan las bases para solucionar nada, sino todo lo contrario, porque no verán su dolor y su propia protesta reflejada en esta manifestación, porque habrán sufrido la indiferencia cuando ellos pidieron justicia.

Verdades a medias

Y así como el silencio es una forma de complicidad, las verdades a medias son una manera más de mentir. Denunciar selectivamente a las FARC-EP que, independiente- mente de ciertas acciones repugnantes que han realizado, no son sino una sola parte de un problema mucho más complejo, es distorsionar los hechos para que los lobos puedan ponerse piel de ovejas.

La guerra en Colombia, sin embargo, no se vive sólo en los frentes, sino también en el salario de los obreros; en la apropiación de las tierras de los campesinos mediante el terror paramilitar; se vive en los proyectos de ley como el estatuto de «desarrollo rural» que regularizará las propiedades que los paramilitares obtuvieron mediante el terror y que hoy conservan por idéntico medio; se vive en la creación de una cultura de silencio mediante el terror, para así generar las condiciones propicias para la explotación absoluta de una fuerza laboral atomizada, desorganizada, amedrentada y sumisa; se vive en la pobreza cotidiana que el 68% de los colombianos sufren; se vive en los acuerdos de libre comercio con los EEUU y con la UE que buscan incorporar a Colombia a un área de influencia neocolonial para beneficio de unos pocos; se vive en las fumigaciones y en la imposición del monocultivo, como la palma africana; se vive, por último, en todos los actos que desde hace décadas vienen convirtiendo a Colombia en un país hecho a la medida de unos cuantos gomelos y de sus socios imperiales, con el consentimiento de una clase media emborrachada con un constante bombardeo de propaganda ideológica.

Por ello la paz, si quiere ser duradera y tener algún significado, debe ir acompañada de condiciones básicas de justicia social. No puede pretenderse poner fin al conflicto armado si siguen en pie las condiciones que lo generaron: la notable exclusión de la inmensa mayoría de los colombianos de cualquier espacio de poder, la violencia como única respuesta del Estado a la demanda popular y una estructura social profundamente desigual. Pero la paz que nos ofrece el Plan Colombia y el Plan Patriota, la paz de la Seguridad Democrática, es la paz de los cementerios, es la paz que se logra solamente con la eliminación física del adversario.

Quienes convocaban a la manifestación declararon en todos los tonos que las FARC-EP no representan a «los» colombianos. Están en lo correcto: este movimiento insurgente representa a algunos colombianos, tanto como los paramilitares representan a otros colombianos, el Gobierno a otros, las demás fuerzas insurgentes a otros. Por esta razón hay guerra civil. Pero queda una inmensa masa de colombianos que no se encuentra representada en ninguna de esas fuerzas. Nada se pueda lograr sin la movilización de esta masa popular. Y aunque momentáneamente se pueda manipular a sectores de ésta, como dice un proverbio africano de Guinea-Bissau «Món pa más que grande ka na tapa ceú» -Ninguna mano es tan grande como para tapar el cielo-. Pese a que la maquinaria ideológica del uribismo, insuflada con los dólares del Plan Colombia (y también con sus euros), esas masas pugnan por entrar como actores decididos en el proceso que vive Colombia.

Los tiempos recientes han visto, no sólo la consolidación de un sistema represivo representado en la figura de Uribe, sino la convergencia de sectores del movimiento popular que buscan desde abajo construir una nueva Colombia. Toca entonces el turno a esos sectores que se agrupan pese a la intimidación, que hablan pese a que se les trata de silenciar, y que han podido formar en medio de la atomización impuesta por la violencia, una Coalición de Movimientos Sociales que ha comenzado una campaña por la libertad de expresión y asociación, elementos indispensables para construir esa paz con justicia social que sirva de base a una nueva Colombia. Una Colombia donde no haya unos muertos que sangren más que otros, ni ciertas personas desaparezcan más que otras. Ciertamente, esta tarea no es asunto de un día o de una marcha, sino que un lento trabajo de construcción, articulación y lucha. Ahí es donde nuestros esfuerzos son más útiles.

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de todo el mundo se sumaron a la iniciativa «Colombia soy yo». Decenas de miles de personas salieron a la calle para denunciar selectivamente a las FARC-EP.

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