Valeria Sobel Hija de desaparecidos
Los vivos, los muertos y los desaparecidos
Quedó algo de miedo difuso, de desconfianza, de incomprensión, de distancia, de silencio. Quedó una sensación de peligro, también de absurdo; la sensación de que lo mejor es no exponerse
Cuando mi papá nos venía a buscar, más de una vez, mi mamá nos decía: «Si llega a pasar algo, ustedes tírense cuerpo a tierra».
Ustedes éramos mi hermana y yo, dos nenas, que a pesar de ese tipo de situación siempre pensamos haber tenido una infancia bastante normal. Ni armas, ni clandestinidad, ni exilio (lo de quedar suspendida entre dos países vino mucho después, ya de adulta).
Eso no impidió que yo me imaginara que si me secuestraban y torturaban, tenía que hacerme la idiota.
Supongo que habría visto en la tele alguna película o serie americana con escena en la silla eléctrica. Me imaginaba a mí sentadita en la silla maléfica compenetrada con mi personaje de nena ingenua que no entiende nada. Quizás había oído hablar de la picana y, por lo de la electricidad, en mi cabeza se había transformado en silla eléctrica. Silla con cables que, ya que estaban, debían de hacer de detectores de mentiras. Eso sí, no tengo ni idea de qué era lo que yo suponía saber, de qué era lo que no tenía que decir...
Lo que sí sé es que en algún lugar recóndito me quedó algo más que el recuerdo de esas extrañas imágenes de infancia. Y supongo que no soy la única en estar acompañada de ese tipo de marcas, de grietas, que hacen que a veces me sienta tan poco acompañada. Quedó algo de miedo difuso, de desconfianza, de incomprensión, de distancia, de silencio. Quedó una sensación de peligro, también de absurdo; la sensación de que lo mejor es no exponerse. Todo esto seguramente acentuado cuando se confirmó, con la desaparición de mi papá (yo tenía 10 años), que a los que estaban en algo, les terminaba pasando algo.
Algo de lo que públicamente no se hablaba, algo que los transformaba en ni vivos ni muertos, y a tantos de nosotros, en especialistas de hacer «como si». Especialistas de poner cara de nada en medio de tanta pérdida, de tantas historias rotas, de tanta violencia disfrazada de orden. Náufragos de un naufragio invisible. A seguir yendo a la escuela, a seguir siendo buena alumna (aunque con bastantes menos ganas de ser abanderada), a seguir haciendo «vida normal».
Y a mirar la película desde afuera, a vivir en una especie de limbo, de paréntesis, en espera de tiempos mejores. ¿Tal vez en espera de obtener por fin algún dato, alguna noticia? ¿Tal vez en espera de que la humanidad nos demuestre de una vez que este mundo no es tan horrible e injusto? El que aún hoy muchos de los «desaparecedores» sigan sueltos no ayuda demasiado... Tal vez simplemente en espera de lograr recuperar la voz, de encontrar un ancla o una estrella.
Tanto entrenarse y luego lo difícil es no mirar la película desde afuera, no seguir con esa sensación de haber quedado en medio del camino, no seguir encerrada para siempre en el paréntesis, en cierto enojo. El paréntesis protege de riesgos, dolores y decepciones, pero también adormece. Adormece y aleja de los vivos.
Y claro, los vivos pueden ser, podemos ser, más o menos cínicos, miedosos, egoístas, frívolos, descuidados, mezquinos, ciegos, etcétera. Pero también son, somos, bastantes otras cosas. Sería una pena pasar a través de esas otras cosas como en sordina. Sería una pena, ¿no?
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