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Xabier Silveira Bertsolaria

El chiringuito

Un futuro que tuvo menester hacernos un encargo: no les dejéis pasar ni una, nos dijo. O eso nos pareció escuchar. Mentiría si no dijera que, como al resto, no le hicimos ni puto caso

Sí, el hambre agudiza el ingenio, el aburrimiento, la excitación. Aburrirse suele ser, cuando nos sucede en compañía, peligroso -más que nada para el resto del mundo-, y cuando aparece el aburrimiento y nos pilla solos, mortal de necesidad. Recuerdo que no nos aburríamos nosotros poco en la ganbara aquella del Arrano, en su balcón saliente, porros las más veces, algunas clarete de Olite, champán cuando lo del que te dije y otras muchas agua del grifo. Balcón para cuatro espectadores sentados y atalaya de un pueblo que nos odiaba a muerte por el mero hecho de aburrirnos en el balcón -o en el banco del Ipar-, mientras él trabajaba. Eso era al menos lo que sus dueños de corbata le hacían pensar a la población de casco amarillo: que producía. Y nosotros producir, lo que se dice producir, producíamos poco. A lo sumo -¡vaya puta banda!- producíamos un estado de excitación tal en el pueblo que nos molaba a saco el chiste aquel de: «¿Tu pareja, después de tantos años, aún te excita?». «¿Que si me excita? ¡Me pone de una mala ostia...!». Y nosotros nos partíamos la caja, ja, ja, ja. Nos gustaba excitar a tanta gente a la vez. Además, en su mayoría, ni sabíamos que existía. ¡Era la hostia!

Pues desde aquel balcón, inexpugnables, tocando Cessnass de la Panamerican Airlines con la mano y escupiendo a los hombres que mataron al Doctor Fonseca, hicimos de apuntadores del tiempo, ejercimos de filósofos contempladores como el artista ese de Kalaka, de espías del futuro; un futuro que tuvo menester hacernos un encargo: no les dejéis pasar ni una, nos dijo. O eso nos pareció escuchar. Mentiría si no dijera que, como al resto, no le hicimos ni puto caso. Pero, he aquí la diferencia con el cartero que llama mil veces, te despierta y cuando abres ya no está, y el futuro, que le da igual que estés o no estés, siempre aparece. El caso es que, sin darnos cuenta, aquel balcón nos enseñó cómo el tiempo pudre a la gente, cómo la gente se convierte en decente aunque para ello sea preciso venderse. Cómo hasta llegar a viejo todo humano desbarra aparentando y una vez avistado el hoyo se da cuenta de que es gilipollas. Hablando en plata, de que ha estado muerto sesenta años. Debajo de nuestras deboroloras playeras, con nuestros rojos ojos pudimos ver, de paso, que el mal -el mal de patria- no entiende de noches ni de capuchas, es más, gusta de andar por el día, de pasearse saludando carpeta en mano y codearse con sus colegas del chiringuito del pueblo de al lado, con sus compis de la radio del valle vecino o la peñita guay de las teles de la zona. Gasta pose de gudari asalariado, de dueño del euskaltegi, de magnate de la lucha popular con la que -paradójicamente- se gestaron los proyectos que hoy son chiringuito en este extraño país. Pero él es el gerente del chiringuito, el puto amo de la barraca, el sheriff de la movida, el crak de la euskalgintza. Y tú a callar, pringao, ¡que ayer fuiste a la huelga por defender un país! Hay que ser gilipollas, pudiendo cobrar 2.500 en el chiringuito y tú... Lo que os decía, mortal de necesidad.

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