Victor Moreno escritor y profesor
Ateos religiosos y políticos
A partir de la afirmación de un obispo de que «la religión reduce los gastos de la Seguridad Social», Víctor Moreno, no sin una buena dosis de su habitual ironía, se muestra extrañado de que la Iglesia no haya arremetido contra el Gobierno español exigiendo la prohibición de votar a los ateos del mismo modo que el Gobierno ha impedido que un sector de la población pueda ejercer su derecho de presentarse a unas elecciones en calidad de candidato y un sector mucho mayor pueda emitir su voto, por considerarlos «ateos políticos».
Pueden votar los ateos de toda la vida? ¿Y los ateos políticos, aquellos que no creen en el sistema democrático actual? La pregunta puede parecer idiota y, quizás, lo sea, pero no tanto como la que sostenía hace unos meses un purpurado de la Iglesia sobre la religión. Según este obispo, «la religión reduce los gastos de la Seguridad Social».
De acuerdo con ello, si el Estado quisiera, ahora mismo la problemática engorrosa de los fondos de la Seguridad Social se esfumaría caso de que, al alimón con la Iglesia, potenciara en los ciudadanos el sentimiento religioso, y no esa inútil y doctrinaria Educación Cívica, que no sirve más que para alterar la masa encefálica de la obispada y la de ese séquito de monaguillos arredilados en torno a su pollera (léase PP).
Quizás, quienes vivimos sin ningún átomo de transcendencia como justificación de nuestros actos no podamos entender que la gente religiosa esté más sana que el resto de los mortales. Quizás se trate de un misterio más de la fe a los que la logomaquia eclesial nos tiene acostumbrados. Como la de aquel obispo que decía no hace mucho que el Espíritu Santo está en el ADN.
No dispongo de estadísticas para dictaminar si en este país gozan de mejor salud física los ateos o los creyentes, y de entre éstos, los católicos de Rouco, los mormones, los protestantes, los testigos de Jehová o los testigos opusianos de Monseñor.
Pero, aunque no tenga a mano estadísticas de estos comineos, lo cierto es que para muchos obispos, de acuerdo con sus sensatas opiniones -por algo hablan en nombre de Dios-, el hecho de que los ateos gocen de buena salud deben de valorarlo como uno de los más mordientes misterios a los que Dios los somete. Porque no es lógico que, tratándose de gente tan inclinada al mal, tan desprovistos de lo más puro de este mundo, que hayan renunciado a lo mejor de sí mismos, como dicen algunos clérigos, gocen de salud tan envidiable. Aquí Dios, se lamentan algunos, no es nada, pero nada justo.
Aunque luego se contradigan diciendo que los ateos son los causantes del despilfarro de la Seguridad Social. Pues, para colmo, las enfermedades que padecen exigen unos gastos considerables al erario.
Hasta aquí, y aunque parezca mentira, comprendo muy bien a los obispos. Es posible que la gente que, por motivos religiosos, se dedica a cuidar enfermos y pobres de solemnidad, ahorre unas pesetillas a la Seguridad Social, pero elevar esta anécdota a categoría estructural económica es ignorar la sustancia del liberalismo económico en que se sustenta el capitalismo actual. Y seguir confundiendo, al estilo decimonónico, justicia con caridad.
Sin embargo, lo que me resulta incomprensible es su incongruencia lógica y, por tanto, su falta de arrojo y valentía. Porque si los ateos, además de agotar los caudales de la Seguridad Social, son esa tropa de bestias pardas que dicen que son, se entiende muy mal que no emitan una circular exigiendo al Gobierno que en las próximas elecciones se prohíba a los ateos no sólo votar, sino ser candidatos. Pues gente de esta calaña no puede traer cosa buena a la sociedad en la que vivimos. Una democracia que se alimenta con el votaje de los ateos no puede estar sana.
Particularmente, entendería muy bien a los obispos que llevaran adelante semejante campaña. Si el filósofo Locke, que fue paladín de la tolerancia religiosa en su tiempo, aconsejaba no fiarse de aquellas escrituras en que figurara la firma de un ateo, ¿cómo, podrían preguntarse los obispos, fiarse del voto de un ateo que es la quintaesencia de la maldad y de la perversión? ¿Cómo, podrían preguntarse arropados por Mella y Aparisi, se puede valorar de igual modo el voto de un ateo al de un creyente, que, además de mirar por la Seguridad Social, es un dechado de virtudes cívicas, políticas y sociales?
Esto es, ciertamente, motivo de irrisión y constituye un agravio comparativo que habría que analizarlo con lupa sociológica. Se entiende mal que la Iglesia no haya intentado dinamitar al Gobierno utilizando esta retórica que tan bien entiende y aplaude la derecha creyente de este país. Además, las condiciones eran más que propicias.
Mismamente, el Gobierno, inspirado por el Código Penal, ha decidido que una porción considerable de personas no puedan presentarse como candidatos a unas elecciones democráticas por considerar que se trata de unos ateos políticos, es decir, gente que no cree en la Teleología-Política que dicta el Gobierno. Y, como injusta carambola orquestada, impedir que cierta ciudadanía se quede sin votar.
La verdad es que esta democracia parece un invento de Mortadelo, con el asesoramiento de Filemón. ¡Quién fuera a decirlo! En medio de la bronca en que Iglesia y Gobierno se han enzarzado, se comportan con idénticas formas, no las adjetivaré de maquiavélicas -implicaría cierto grado de inteligencia-, sino, sencillamente, dictatoriales y zarrapastrosas.
Veamos. A la Iglesia no le gustan un pelo los ateos de Dios, a los que sigue injuriando verbalmente con memorables adjetivos. Si fuera por ella, ahora mismo los llevaba a todos al valle de Josafat. Y Al Gobierno no le gustan los ateos de esta democracia, a los que no sólo machaca con la estomagante estilística de Rubalcaba, sino que, para más inri, los meten en la cárcel en manada.
Y aquí es donde no entiendo muy bien, aunque lo comprendo perfectamente, el comportamiento sectario del Gobierno. Porque uno, en su santa ingenuidad pícara, preguntaría con cierto ánimo de incordiar: pero ¿es que, acaso, los jerarcas episcopales creen en la democracia? ¿Acaso sus afirmaciones contundentes contra la misma esencia democrática no constituyen suficiente alfalfa espiritual para llevarlos directamente al pesebre de un correccional carcelero?
¿Por qué los actos de habla de ciertos «ateos políticos» se convierten en hechos delictivos por decisión de un juez, y los actos de habla de los obispos no son tratados con la misma consideración delictiva? ¿Cuándo asistiremos en este país al espectáculo higiénico donde los haya en el que un juez meta en cintura a los de la «Confe» Episcopal por sus declaraciones contra la democracia?
Razones desde luego no le faltarían. Porque, ¿acaso existe una institución en la actualidad más inconstitucional y más antidemocrática que dicha Conferencia?
Yo, a lo que dicen, me remito.