Raimundo Fitero
Ocho y...
Probablemente la danza sea un ritual guerrero ancestral que se ha ido sofisticando. Conforme la cultura va poniendo capas a las necesidades primarias se va tejiendo una versión diferente de la existencia del ser humano sobre la Tierra. La danza, como dicen los especialistas, es la primera expresión artística, el lenguaje original que tuvieron los homínidos para comunicarse, para explicarse, para ordenarse por clanes y tribus. Se pintaban y danzaban para identificarse, para celebrar la llegada de la primavera, la caza de un diplodocos, para preparar las estrategias, para casarse y para enterrarse. Hoy danzamos como un remedo.
Los problemas subyacentes de cualquier proceso gripal acaban desembocando en una costumbre televisiva alterada, un vicio adquirido circunstancialmente, y en esta situación ha llegado a mi vida «Fama», pero no sus galas, ni sus resúmenes, sino sus emisiones contínuas durante veinticuatro horas. Es ahí donde el «desde arriba... y dos, tres, cuatro, cinco seis, siete, ocho, y...», se convierte en una especie de mantra que ocupa constantemente la actividad. Los ritmos que marcan las músicas, los pies que proporcionan algunas canciones, son vagas referencias. Lo que hacen los preparadores, coreógrafos, repetidores es anular la conciencia y crear una supraestructura de órdenes por encima de cualquier posibilidad de duda, para que todos los bailarines lo ejecuten a la vez, como si se tratase de un ejército de sombras que repitieran un único gesto amplificado por docenas.
Es una constante que produce hábitos y probablemente patologías. Los jóvenes ahí encerrados están todo el día bajo la misma presión física. Se trata de una instrucción meramente militar. Repetir una serie de gestos para automatizarlos, para que no necesite el cerebro mandar ninguna orden a los brazos o a los pies; al contar seis mentalmente ya se dispara la pierna hacia la izquierda. Y todos a la vez, en el mismo microsegundo, con el mismo encadenado de gestos adheridos de manera extraña. Así que al final vemos tantas coreografías sin alma, números donde notamos más el sudor que el arte, en donde se premia el esfuerzo y no la creación