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Elecciones en estado de excepción

El voto pasivo ante las decisiones de Madrid

El derecho a decidir se puede enmarcar para colgarlo de la pared o se puede plasmar en la realidad pasando de su reivindicación a su ejercicio. Así lo entienden los nacionalistas quebequeses o los escoceses; así lo decidieron los soberanistas kosovares o los moldavos. Unos esperan constituirse en Estado propio, otros están ya llamando a la puerta de la Unión Europea con su nuevo estatus oficial.

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Txisko FERNÁNDEZ

Transita el líder del PNV por esta campaña electoral preocupado no sólo por cómo se vaya a contabilizar la abstención en la noche del 9 de marzo, sino también por la posible influencia que el llamamiento a la abstención activa pueda tener entre las ciudadanas y ciudadanos abertzales y progesistas de este país, más allá de la base social de la izquierda abertzale. Si no fuera así, si en la dirección jeltzale no hubiera surgido esa preocupación, sería muy difícil entender por qué su máximo dirigente, Iñigo Urkullu, y su cabeza de lista al Congreso español, Josu Erkoreka, entran un día sí y otro también a un debate mediático con la izquierda abertzale. Es curioso que esto suceda, precisamente, de cara a unas elecciones en las que los electores de la izquierda abertzale no influirán en el reparto de escaños a las Cortes madrileñas.

Con el inicio oficial de la campaña, cuando apenas habían transcurrido 24 horas desde que los electos independentistas anunciaran que su opción es la de plasmar en las urnas -con la ausencia de papeletas- un «plante como pueblo ante el Estado fascista», Erkoreka se puso la venda antes de que se conozca el alcance de la herida. Para ir condicionando los análisis de la noche electoral, cifró la «abstención técnica» en un 30% o un 35% de los votos.

Echar mano de las estadísticas o de las comparaciones es muy habitual en los análisis electorales, ya se hagan éstos en el ámbito político global -que no está reservado a los partidos-, en el partidario o en el de los medios de comunicación. Los datos electorales se pueden manipular a gusto del analista o al del sector de la población al que se dirija el mensaje final, pero lo que no debería haber hecho el candidato jeltzale es intentar ocultar la verdad cuando ésta se encuentra expuesta a la opinión pública a pleno sol: en 2004, todavía resonando el estruendo del trágico 11-M en Madrid y con las papeletas de la izquierda abertzale anuladas, la abstención en los cuatro herrialdes del sur del país no llegó al 25%, aunque lo rozó; también es cierto, no hay por qué ocultarlo, que cuatro años antes superó el 35%. Pero, antes de que vuelvan a caer en el pozo del ridículo, habrá que refrescar la memoria a los burukides: en las elecciones de 2000, la izquierda abertzale llamó a la abstención.

Ahora resulta que el PNV es el único capacitado para tomar la decisión de reclamar la abstención, la abstención activa. Paseando por Urdaibai, primero en barca y luego en tierra firme, Iñigo Urkullu se pronunció con el habitual tono tajante con el que hace referencia a la izquierda abertzale y dijo que «la única abstención que se puede admitir es la de ETA». La frase en sí podría dar para desarrollar un tratado completo sobre el concepto de democracia y el papel de la ciudadanía en las elecciones. Por resumir, de entrada, a Urkullu no le parece admisible que la ciudadanía no acuda a las urnas a toque de corneta, aunque el capitán general al que todavía se rinde pleitesía en las Cortes españolas sea uno de los más estechos colaboradores del dictador Francisco Franco.

Lo de que Urkullu rechace frontalmente la lucha armada de ETA y que lo haga en plena campaña, más cuando el pasado sábado se registró el atentado en el monte Arnotegi, entra dentro de la lógica.

Lo que no parece tan lógico es que quien en los últimos días intenta presentarse ante su propio electorado -es impensable que a estas alturas se esté dirigiendo en esos términos a las bases de EA o a las de Aralar para rascar votos- como el paladín abertzale ante el «proceso de deterioro democrático sin precedentes» que observa en los tribunales que han condenado a la anterior Mesa del Parlamento de Gasteiz o que pretenden juzgar al actual jefe del Gobierno de Lakua, actúe como un doble cinematográfico del juez Garzón. Porque lo que añadió Urkullu fue lo siguiente: «¿Alguien se cree que ha sido la izquierda radical abertzale la que ha tomado la decisión de proclamar la abstención? ETA ha sido quien ha obligado a tomar la decisión».

Sabe Urkullu que miles de vascas y vascos participan en la toma de decisiones en las estructuras políticas de la izquierda abertzale. Y sabe que en estos momentos no pueden mostrarle las actas de las reuniones en las que se dio el visto bueno a la decisión de fomentar la abstención activa porque eso supondría tanto como certificar su encarcelamiento inmediato, algo que no ha ocurrido con Atutxa, a pesar de que exista sentencia firme en su contra, ni ocurriría con Ibarretxe si fuera condenado por el TSJPV.

Ha pasado el tiempo del carnaval y se han caído las máscaras, pero no hay que olvidar cuál es el objetivo real del jelkidismo cada vez que se presenta la ocasión de renovar sillones en el palacio madrileño de la Carrera de San Jerónimo. Ayer, Urkullu lo volvió a dejar patente, y lo hizo ante los arrantzales de Bermeo en lo que, paradójicamente, debía entenderse como un mensaje en positivo para que voten a su partido: «En Madrid no defienden nuestros intereses porque dicen que es una competencia de Bruselas. Y a Bruselas no nos dejan acudir en defensa del sector pesquero vasco. ¿Qué pretenden? Exigimos presencia directa en las instituciones europeas, exigimos nuestro derecho a defender nuestros derechos».

Ahí reside la clave de la estrategia jeltzale: están dispuestos a ir a Madrid a «exigir» -sin subir mucho el tono, se entiende-, es decir, a seguir haciendo lo mismo que llevan haciendo treinta años, aunque admitan que los de Madrid «no nos dejan» ir a Bruselas «en defensa» de los intereses vascos. Una estrategia que podría definirse como la del voto pasivo; es decir, la que busca el voto para que, una vez que llega a Madrid, se convierta en un mero reflejo de la incapacidad de decidir o, lo que es lo mismo, en un reflejo de que el Estado español no está dispuesto a asumir la capacidad de decisión de la ciudadanía vasca. Y ni siquiera respeta las decisiones del Parlamento de Gasteiz, aunque para ello se vean obligados a condenar a Atutxa.

Visto lo que defienden unas y otras opciones, los arrantzales, como otros sectores sociales de este país, ya saben que pueden elegir entre quienes «en Madrid no defienden nuestros intereses», quienes van a seguir yendo a Madrid para luego decir que «no nos dejan» ir directamente a Bruselas -ni siquiera les dejarán que vayan en el TAV-, o quienes se empeñan en poner las vías de la independencia para participar en las decisiones de la Unión Europea, o en cualquier otro foro internacional, con todos los derechos que le corresponden a Euskal Herria como nación.

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