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Los ocho años de la era Putin abren las puertas del Kremlin a su sucesor

Los mismos que auguraron en su día que Vladimir Putin modificaría la Constitución para poder aspirar a la reelección auguran ahora grandes tensiones una vez que su delfín, Dimitri Medvedev, le suceda en el Kremlin. En espera de ver qué ocurre con estos vaticinios, no cabe duda de que los comicios de mañana estarán lejos de marcar el final de la era Putin. Un período que ha supuesto una metamorfosis de la Rusia que surgió tras el derrumbe de la URSS.

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Dabid LAZKANOITURBURU

«Juntos ganaremos», reza el gigantesco cartel electoral situado frente al Kremlin.

El candidato presidencial, Dimitri Medvedev, aparece sonriente, con traje y corbata, mientras que Vladimir Putin se sitúa a su lado, vestido de aviador y con un movimiento de su brazo como marcando el ritmo. Toda una alegoría del inminente reparto de papeles: el futuro inquilino del Kremlin junto a un más seguro aún primer ministro fuerte. El «ejecutivo supremo», como ha sido bautizado.

Rusia, el país más extenso del mundo, celebra mañana unas elecciones presidenciales en las que la única duda es el nivel de abstención y el alcance real de la victoria de Putin. Y eso que él no se presenta. ¿O sí?

Imposibilitado por la Constitución para optar a un tercer mandato, el inquilino del Kremlin deshojó la margarita hace meses, coincidiendo con las elecciones parlamentarias de diciembre, y designó a uno de sus viceprimeros ministros, Medvedev, como su sucesor, acabando con un sinfín de especulaciones sobre su futuro aunque abriendo igual número de incógnitas sobre el devenir político del gigante euroasiático.

En la Rusia que emergió de los restos de la Unión Soviética, la victoria en las legislativas garantiza el triunfo en las presidenciales. Es la regla. Medvedev está acreditado en las encuestas con entre el 60 y el 70% de los votos, similar resultado al que logró la coalición del Kremlin, Rusia Unida, en las legislativas.

Lejos quedan los tiempos en los que el Partido Comunista de la Federación Rusa (PCFR) o el movimiento ultra panruso del Partido Liberal Democrático lograron, en distintas épocas de los años noventa, movilizar el descontento popular logrando buenos resultados en las elecciones a la Duma.

Sus eternos candidatos a la Presidencia, Guennadi Ziuganov y Vladimir Zirinovski, rozan el 10% en las encuestas.

Los liberales pro-occidentales viven horas tan bajas que ni siquiera han podido presentar candidatura. Ello no les ha librado de sufrir un acoso por parte del poder que de ninguna manera tiene correlato con la debilidad estructural que sufren.

«Yo votaré por Putin»

«Yo votaré por Putin», repetían los encuestados en los últimos días de campaña desde San Petersburgo hasta Vladivostok, en el extremo oriental.

No es para menos. Las malas lenguas aseguran que, en sus comparecencias, Medvedev imita a Putin hasta en sus más mínimos gestos. «El principal objetivo de esta campaña es mostrar que Putin tiene total confianza en Medvedev», asegura Nikolai Petrov, del centro Carnegie.

No es para menos. Y es que Putin ha logrado una incuestionable metamorfosis de Rusia, devolviéndole confianza tras años de crisis y humillación.

Bajo sus ocho años de Presidencia, Rusia ha dejado atrás la grave crisis financiera de 1998 y crece a un ritmo del 8% anual.

En un país que conoció el trauma de la caída de la URSS y el descenso al infierno en la era Yeltsin, la de Putin es percibida de forma positiva.

La situación económica y social ha mejorado ostensiblemente -ayudada, entre otros factores, por el aumento exponencial del precio de los carburantes-. Una mejora que hay que situar en su verdadero contexto. Y es que la Rusia de Putin ha alcanzado los niveles de la URSS antes de su disolución.

En la arena internacional, Rusia vuelve a tener voz propia, y voto, como ha quedado patente en Kosovo y en las crecientes dudas de Polonia y República Checa a la hora de aceptar ser sede del escudo antimisiles proyectado por EEUU.

Oscuro aparatchick en los años noventa a las órdenes del entonces alcalde de San Petersburgo, Anatoly Sobchak, Putin llegó a Moscú en el momento oportuno y supo dejarse querer por el clan Yeltsin y sus oligarcas en un momento de crisis y de necesidad de recambio.

Corrían los años 98 y 99 y Rusia era un queso gruyere desangrado por la corrupción. En continua bancarrota por los negocios de «la familia», la Rusia de Yeltsin había instaurado el esquema de «préstamos por acciones» que entregó las ingentes riquezas naturales del país a un puñado de arribistas procedentes del PCUS.

De instrumento a protagonista

Previendo un colapso total, el clan Yeltsin y sus oligarcas se sacaron de la manga a un recién nombrado director del FSB, antigua KGB en la que trabajó en su día destinado en Alemania Oriental. Este se apresuró a prometer inmunidad a un Yeltsin cercano a la tumba.

Los oligarcas enseñaron al primer ministro Putin a descubrir -si no lo había hecho ya- el valor de una buena campaña de propaganda televisiva.

El entonces primer ministro aportó su decisivo grano de arena removiendo, desde su atalaya del FSB, las siempre procelosas aguas del Cáucaso. Oscuros y sangrientos atentados en Moscú y Riazán, ofensiva guerrillera chechena en Daguestán.... Putin tenía su guerra. Una guerra que despertó las pulsiones más profundas de un desorientado electorado y que le catapultó a la Presidencia en el año 2000.

Poco tardaron los oligarcas en descubrir que las reglas de juego habían cambiado. Mientras practicaba un genocidio en Chechenia y se codeaba con un George W. Bush deseoso de que alguien le riera sus amenazas tras los atentados del 11-S, Putin se fue desembarazando, uno tras otro, de los oligarcas que no hicieron caso a su advertencia. «Negocios sí, nada de política».

Boris Berezovski y Vladimir Gusinski -forzado a vender a precio de saldo su imperio mediático de Mediamost-, fueron forzados al exilio. Mijail Jodorkovski, quien se jactaba de su intención de presentarse en las elecciones de mañana, cumple años de prisión en Siberia.

Pero el plan de Putin no acabó ahí. Así, no pestañeó al silenciar o simplemente cerrar medios de comunición críticos. Paralelamente, reformó la Constitución para acabar con los reinos de taifas de los poderes regionales de este vasto país.

«Más vale un tirano que muchos», reza un dicho popular ruso que explica la indudable popularidad del presidente.

Sobre el «alma rusa»

No falta quien explica el fenómeno Putin y su autoritarismo como una especie de trágico sino del «alma rusa».

Al margen de teorías biologistas, no cabe duda de que la historia rusa responde a un continuum del que la era Putin no sería sino una más.

La historia rusa está marcada por momentos críticos -la ocupación polaca de Moscú a principios del XVII, la Revolución de Octubre, el desastre de la caída de la URSS- a la que el imperio ruso ha respondido con un repliegue sobre sí mismo.

Putin ha encarnado como nadie la desilusión de la población rusa por los cantos de sirena occidentales tras el fin de la era soviética. Lo primero que hizo cuando en la Nochevieja del 99 recibió el testigo presidencial de manos de Yeltsin fue visitar a las tropas en plena ofensiva contra la capital chechena. Los generales recuerdan que firmó personalmente sus planes de guerra, algo que no había hecho -por si luego pintaban bastos- dirigente alguno desde la desaparición de la URSS.

Junto a ello, Putin no dudó en abrir la veda a una campaña de demonización de los chechenos, y por extensión caucásicos o incluso ciudadanos no rusos cuyos rescoldos siguen vivos a tenor de las constantes informaciones sobre el creciente racismo en Rusia.

Su campaña contra los oligarcas díscolos, tan criticada desde Occidente, le ha valido los parabienes de la mayoría de la población rusa. Y le ha servido para mantener intacta su alianza con los otros oligarcas, los que acataron sus reglas de juego a cambio de una relación ventajosa para ambas partes, para ellos mismos y para el Kremlin.

Todo ello le ha servido para fagocitar tanto a la extrema derecha de Zirinovski -proclive, por otro lado, a ello- como a la «izquierda» representada por un desnortado PCUS, que se ha convertido en una oposición totalmente domesticada y que ni siquiera puede reivindicar los viejos símbolos, como el himno de la URSS o incluso las estatuas de Stalin, hechos suyos por el régimen de Putin.

Un régimen personificado en él pero que responde en realidad a un complejo conglomerado de intereses hasta ahora domesticados por su mano firme.

Sólo en ese contexto se explica el ascenso de Medvedev, un hombre que debe toda su carrera política a Putin, desde su puesto en el comité de Relaciones Exteriores del Ayuntamiento de San Peterburgo hasta su ascenso como el hombre fuerte de Gazprom, la mayor compañía gasera del mundo y uno de los grandes arietes del Kremlin en su relación con sus vecinos.

A partir del domingo volverá la pléyade de expertos y sus pronósticos sobre las futuras y tortuosas relaciones entre Medvedev y Putin. Fallaron antes y seguro que yerran nuevamente. Lo que es seguro es que Putin gana mañana. Es su victoria.

televisión

Putin conoce de primera mano el poder de la televisión en Rusia. En las últimas semanas, la imagen de su sucesor, Medvedev, ha copado las principales cadenas, condenando al ostracismo a sus rivales.

voto delegado

La gran mayoría de los encuestados aseguran que votarán a Putin, aunque él no sea el candidato. De ahí una campaña que se ha basado en el tándem presidenciable-futuro primer ministro.

La modernización de la economía, una tarea titánica

Krasnoiarks, gran ciudad de apariencia moderna en el corazón de una Siberia rebosante de recursos naturales, resume a la perfección las contradicciones de la economía rusa: los productos manufacturados que se venden en las tiendas provienen las más de las veces del Occidente europeo o de Asia. Y el presupuesto local tiene su origen casi exclusivo en los dos gigantes rusos de la metalurgia, Norilsk Nickel y Rusal.

El problema, una economía excesivamente dirigida a las materias primas que tanto abundan en Rusia, y hace tiempo identificado tanto por el presidente saliente como por su sucesor.

En un discurso reciente, Putin alertó de la «extrema ineficacia» de la economía rusa, especialmente de la baja productividad y de su dependencia hacia los hidrocarburos. Si nada se hace, «no podremos garantizar la seguridad ni el desarrollo del país y pondremos en peligro su propia existencia», advirtió.

Medvedev, presentado como miembro del ala «liberal» del entorno del Kremlin, ha defendido públicamente una solución con «menos Estado» y un futuro con miles de pequeñas empresas.

La Rusia de la era Putin ha conocido en estos ocho años unas tasas de crecimiento envidiables (8% de media) y una gran parte de la población ha visto mejoradas sus condiciones de vida, dando lugar a la formación de una incipiente clase media.

No falta quien le reprocha no haber aprovechado el boom de los precios de los hidrocarburos y quien advierte de que el repunte de la inflación, un 11%, puede ser una herencia envenenada para su sucesor. GARA

candidato fantasma

El cuarto candidato, Andrei Bogdanov, se presenta como el único aspirante democrático y no oculta su pertenencia a la masonería. Defiende la entrada de Rusia en la UE y en la OTAN «sin EEUU». Desmiente haber sido impulsado por el Kremlin.

Del Kremlin a la Casa Blanca, sede del Gobierno ruso

La prensa destaca que Putin dará las llaves del Kremlin a su delfín y se trasladará, como primer ministro, a la Casa Blanca, sede del Ejecutivo ruso. Aseguran que Putin no colgará en su despacho la foto de su sucesor, como es tradición. Falta por ver quién recibirá a quién, todo un símbolo protocolario en la tradición rusa. GARA

expectación

Más de dos mil periodistas rusos y extranjeros han sido acreditados ante la Comisión Electoral Central (CEC) de Rusia para cubrir las elecciones presidenciales de mañana, según anunció el presidente de este organismo, Vladímir Churov.

Pese a la «pacificación» de Chechenia, el Cáucaso sigue siendo su Talón de Aquiles

Hay que reconocer que Grozni está irreconocible. Filas de nuevas viviendas se alinean donde hasta hace un año no había más que escombros. Los autobuses van y vienen en la capital chechena. La universidad bulle y los controles del Ejército ruso brillan por su ausencia.

Con los rebeldes en las montañas del sur, los enfrentamientos graves son cada vez más raros. Hasta la ONG Memorial reconoce que los casos de tortura y desapariciones han bajado en los últimos meses.

«Es gracias a la política de un solo hombre, el presidente Putin, que tenemos seguridad, estabilidad y prosperidad. Sería mejor que Putin siguiera, pero si la gente vota por Medvedev, está bien», asegura el hombre fuerte de Chechenia, Ramzan Kadirov. En las legislativas de diciembre, Rusia Unida recibió el el 99% de votos. Muchos chechenos aseguran que no votaron, a lo que las autoridades locales responden que forman parte del 0,4% de los que optaron por abstenerse.

No falta quien advierte de que el Kremlin ha fiado su estrategia a la capacidad de Kadirov de corromper y comprar a muchos rebeldes y que la situación puede dar un giro en los próximos años. A ello puede contribuir la pobreza endémica de la población chechena, con una tasa oficial de paro del 70%.

Más alla. la «pacificada» Chechenia contrasta con la creciente tensión en otras repúblicas del Cáucaso. En Daguestán los enfrentamientos son crecientes, así como los secuestros y las desapariciones en el marco de los métodos del Ejército ruso.

Desde Makhatchkala (capital de Daguestán) hasta Nazran (Ingushetia), pasando aún por Grozni, las bases de la rebelión tienen nombres propios: una fuerte identidad étnica, miseria social y un gran sentimiento religioso, concretamente musulmán.

En los últimos meses Ingushetia -refugio de los chechenos durante la guerra- es la que genera mayor inquietud. Atentados y desapariciones de civiles se multiplican.

Los analistas aseguran que Moscú no sabe qué hacer con el Cáucaso, más allá de «corromper a los líderes locales y esperar a ver». Sebastian SMITH

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