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Santiago Alba Rico y Carlos Fernández Liria Filósofo y catedrático de Filosofía, respectivamente

En defensa del voto

Me obligan a abstenerme junto a ETA cuando, en condiciones de libertad, votaría contra ella. Me abstengo también contra ella, a sabiendas de que son los que prohíben votar a 200.000 vascos los que están justificando su existencia

No estoy de acuerdo en que la democracia sea un cuento, el Derecho una fábula y las elecciones una trampa. Miles de trabajadores -quizás millones- han muerto para conquistar este triple acceso al espacio público y no deberíamos bromear al respecto. Los progresos lo son no porque produzcan más riqueza o más seguridad sino porque producen más satisfacción moral y más autoconciencia general. Es mucho más satisfactoria la idea de tribunal que la de venganza porque los humanos podemos resignarnos al mal pero no a que se nos considere públicamente malvados. Es mucha más bella una chapuza colectiva que una hazaña privada porque podemos resignarnos a no dominar el mundo pero no a que se nos excluya de él. Por lo demás, ninguna felicidad puede ser comparable a la de que la justicia, la decencia, la razón, se impongan mediante persuasión y por mayoría y no por las armas. Fuera de la satisfacción de un juicio justo, de la belleza de una decisión compartida y de la felicidad de una decencia aclamada, todo lo que hay son diferentes grados de frustración, más o menos justificados, que buscarán una vía menos satisfactoria, menos hermosa y menos festiva (es decir, menos moral) para expresarse. Lo que es sin duda una fábula y una trampa son los tribunales sin Derecho y las elecciones sin democracia. Lo que obligan a reclamar las fábulas y las trampas son precisamente derecho y democracia.

Yo quiero votar, siempre he querido votar, me parece fundamental votar. Por eso me voy a abstener. Bajo el capitalismo, bajo el canibalismo, las izquierdas del Estado español hemos aceptado con resignación que, llegadas las elecciones, la justicia, la decencia y la razón serán derrotadas o estarán, en cualquier caso, infrarrepresentadas; y si votamos, asumimos la frustración de que nuestro voto sea sólo aproximativo o negativo o rebajado o malversado. Pero es tan bonito votar, hemos luchado tanto, contiene ya un progreso formal tan grande que, a la espera de que haya condiciones sociales para la justicia, la decencia y la razón, nos avenimos a proteger al menos las formas, aunque nuestra intervención sea homeopática. Puedo aceptar la frustración de que no haya ningún partido que represente mis posiciones; puedo aceptar la frustración mayor de votar a un partido que sólo las representa por aproximación o analogía y que no podrá ganar; puedo aceptar la frustración aún mayor de votar a un partido que se limitará a impedir la victoria de otro peor, pero lo que no puedo aceptar es la frustración radical de votar contra las formas mismas. Puedo aceptar la frustración inmensa de que el canibalismo sea incompatible con la justicia, la decencia y la razón, pero no puedo aceptar la frustración definitiva de votar contra las condiciones formales que garantizan unas elecciones libres. Algunos dicen que en Palestina y en Venezuela han votado contra la democracia; en España -mucho peor- votamos porque nos hemos librado de ella.

Si pudiera votar a Batasuna (o a ANV o a PCTV), no les votaría. Pero porque no puedo votar a Batasuna, me voy a abstener. De hecho, creo que votaría a cualquier partido que recogiese en su programa la derogación de la Ley de Partidos y la devolución de sus derechos políticos a la izquierda abertzale. Es decir, cualquier partido verdaderamente democrático. Ya que no puedo votar al partido que me gusta, me gustaría votar a la democracia; me gustaría decir sí al Derecho, apoyar las libertades más abstractas y formales. Y resulta que la democracia misma y el Derecho y las libertades formales no están representados en ningún partido. Todos los partidos -decenas- se presentan a las elecciones tras haber renunciado a la defensa de la democracia, el Derecho y las libertades formales; todos los partidos -decenas- se presentan porque han renunciado a la defensa de la democracia, el Derecho y las libertades formales. En estas condiciones, votar puede resultar divertido o supersticioso o pragmático o tranquilizador o incluso virtuoso, pero no democrático. Puede ser hasta gracioso, pero ya ni siquiera hermoso. Los comunistas estamos acostumbrados a que la violencia -golpes de estado o guerras- desbarate nuestras mayorías; ahora se nos pide además que nos acostumbremos a votar contra la democracia misma. Si no puedo defender ni el comunismo ni la democracia con mi voto, ¿no será su inutilización consciente, premeditada, la única opción verdaderamente política? Es poco, pero es al menos no cerrar los ojos. Esta es la deprimente paradoja: me abstengo no a favor del comunismo sino del voto mismo; no contra los partidos sino a favor de ellos; no por indiferencia de la política sino contra la indiferencia política de una derecha capaz de todo y de una izquierda que sigue sin creerse que la Ley de Partidos, el sumario 18/98 y las detenciones indiscriminadas afectan a todos.

Me preocupa, sí, que ETA haya pedido también la abstención. Pero que me preocupe ilumina de un modo aún más sombrío la situación. Esta analogía ya casi incriminatoria incrimina en realidad a todos los que, por activa y por pasiva, desde el gobierno y desde la oposición, me obligan a abstenerme junto a ETA cuando, en condiciones de libertad, votaría contra ella. Me abstengo también contra ella, a sabiendas de que son los que prohíben votar a 200.000 vascos -voto en mano- los que están justificando su existencia.

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