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Jurgi San Pedro licenciado en Derecho

Soberanía dúctil

En escasas 55 páginas el profesor de profesores constitucionalistas, Georg Jellinek (Leipzig, 1851- Heidelberg, 1911), nos dejó una historia del concepto de soberanía, dentro de su obra «Teoría General del Estado» (1905). Una historia de la cual partir, no en la que quedarse, por la defensa de las implicaciones políticas cotidianas de este concepto básico del Derecho político internacional moderno.

«El origen de la idea de soberanía surge de la necesidad de la comparación entre poderes (...); de la oposición del poder del Estado a otros poderes (...) en una lucha por afirmar su existencia», nos cuenta Jellinek, reparando sobre los aportes de Jean Bodin, y Hugo Grocio, entre otros, y por medio de la traducción del socialista y el ex ministro republicano ibérico exiliado (1931-1934), F. De los Ríos Urruti.

Así se relata que el concepto de soberanía, que inicia su caminar de la mano de la noción aristotélica de autosuficiencia (raíz milenaria del concepto: la autarquía), pasa por las conclusiones teóricas que obtiene de su análisis que centra sobre tres distintas luchas libradas durante la Edad Media: la Iglesia que quiso poner al estado a su servicio; el Imperio romano que no quiso conceder a los estados más valor que el de provincias; y finalmente, los grandes señores y corporaciones, que se sentían poderes independientes del estado y en frente de él.

Insiste el profesor Jellinek: soberanía es una categoría histórica. Acotación didáctica ésta en consonancia con una concepción dinámica de la naturaleza del estado que se maneja, consciente de que acotaciones absolutas, fuera de su contexto, sólo facilitan controversias innecesarias. «Expresada en un fórmula breve, soberanía, significa la propiedad del poder de un estado, en virtud de la cual corresponde exclusivamente a éste la capacidad de determinarse jurídicamente y de obligarse a sí mismo».

Soberanía como fundamento del estado, pues, y como fundamento del pueblo constituyente en la lucha por su estado. Es un concepto que implica exclusividad política para autodeterminarse en poder de un pueblo soberano, en todas y a cada una de las dimensiones políticas que el desarrollo del estado lo requiera. «La propiedad del poder de un estado es del pueblo», nos dejó bien teorizado J.J. Rousseau, marcando distancias sobre las concepciones absolutistas y personalistas sobre los legítimos detentadores del poder del estado. ¿Reyes o pueblos? Despiertan así incontables conciencias políticas de hombres y mujeres, sujetos y objetos de cartas magnas, tratados internacionales, pactos de estado, etc. Los privatizadores del conocimiento del lenguaje del poder no pudieron hacer nada ante esa apertura democrática y social del conocimiento jurídico y político, que empezó a mover discursos legitimadores en sentidos geopolíticos nunca antes vistos.

Pasan 200 años desde que aquellos novedosos textos doctrinales, saltando las bibliotecas privadas que los vieron parir y sujetándose sobre pioneras investigaciones aplicadas de antropología y sociología, pasan a servir, en distintas contiendas políticas internacionales. Contiendas que incidirán en la dinámica situacional de la humanidad ante su propio espejo, donde se refleja el respeto y confianza que tiene sobre su propia diversidad.

Comienza así este cuento presente. Año 2008. Venezuela, uno de los triángulos medulares del planeta en términos geopolíticos, diversa y rica reserva energética mundial de primer orden, de escaso peso demográfico en términos absolutos. Presa ideal de cualquier sanguinario plan imperial. Frente a esa perspectiva, una innovadora superestructura simbólica, jurídica y política amanece amparada por el pueblo soberano y por el Derecho internacional en 1999 ante el mundo: Venezuela territorio social consciente de su soberanía.

Soberanía pasa de ser un concepto re(con)movedor manejado por emocionados círculos reducidos en la Europa continental azuzada por los albores del capitalismo mundial en el S. XVI y el conocimiento político y jurídico que produjo, a formar base de las progresivas tomas de conciencia política colectivas allende los mares.

Se vive esta categoría histórica como evocadora de los sueños de emancipación social y nacional más y mejor enriquecidos en colectividad, y más allá de los límites de las tradicionales Escuelas de Gobierno, que se mantienen fieles a las tesis antropológicas etnocéntricas, depredadoras del hábitat social y natural. Escuelas donde se castra la espontánea imaginación social creativa. Y ello sin valorar otras variables, tan determinantes como por ejemplo: la reacción política de masas identificadas con un territorio sentido como propio frente a la sensación (infeliz) de ser manejados por intereses extraños, intereses ajenos a los deseos colectivizados por la voluntad y el poder de la soberanía.

El concepto de soberanía en su libre expansión significativa de siglos, se fusiona con una posición política cotidiana comunitaria hoy día, compartida por cientos de miles de conciudadanas. Personas que anónimamente van compartiendo conceptos y sentidos históricos de lo cotidiano, y llegados aquí -¿por qué no?-, comparten procesos de toma de poder por idénticas opciones político constituyentes.

Se piensa que sólo la «opción nacionalista» comulga con o reanima la categoría histórica de soberanía, hoy día.

Dos cofactores ideales tiene la soberanía que se comparte como sentimiento nacionalista en el contexto histórico y político actual: proyecto nacional y desarrollo endógeno. El tratamiento profundo de ambos, su grado de visualización, cualifican la opción política del «nacionalismo», su consistencia interna.

Para empezar, sin proyecto nacional no hay soberanía que madure. La obra «Proyectos nacionales. Planteo y estudios de viabilidad», del profesor O. Varsavsky (Buenos Aires, 1971), se convierte en referencia estimada. Sin incondicional apuesta por el desarrollo endógeno, se relativiza el compromiso con lo propio, «con lo nuestro», con nuestro pueblo y nuestros deseos soberanos. Asimismo, «Desarrollo, evolución y dialéctica», de García Bacca (Caracas, 2004), es un fértil lugar de partida para su concreción.

Es entonces, cuando sobre esos cofactores ideales de la soberanía, comienza la investigación aplicada como ejercicio-vía de fortalecimiento de la misma. Pero, ¿cómo evaluarla críticamente? Esta claro, todo lo que suponga incremento de los índices de autosuficiencia y autodeterminación son los indicadores a medir.

Así llegamos al punto caliente del compromiso con la soberanía dúctil; mutable en la solidez de su vivencia política por parte de un pueblo consciente de su vigencia constitucional. Pero, como hemos dicho, ¿qué indicadores utilizar en esa valoración crítica? Se proponen dos, por ahora, para abordar dos de las dimensiones vivas de la soberanía, claves para abordar esos dos cofactores de la soberanía: la popular y la económica.

Por un lado, para analizar críticamente la soberanía popular, se propone analizar la frecuencia de los procesos de decisión directa en los que participa la comunidad geohumana organizada, en el diseño y gestión de las políticas públicas trascendentales con mayor incidencia en su desarrollo endógeno: educación, salud y trabajo. Se piensa que la promoción del estilo de la llamada planificación incluyente, (democrática-participativa) y su grado de socialización es el factor cualitativo clave a partir del cual estudiar esta dimensión de la Soberanía.

Por otro lado, el campo del análisis crítico de la soberanía económica abordaría los siguientes ámbitos: En primer lugar, el análisis del gasto público en educación, salud y trabajo. Se debe tener en cuenta el volumen de las tasas fiscales impuestas a sectores económicos estratégicos del país que ayuden a la implementación de proyectos de desarrollo endógeno. También es necesario el análisis de la política de importaciones y exportaciones. En este ámbito aflora una de las contradicciones más significativas al que se enfrenta la dimensión económica de la soberanía: ¿la soberanía se importa? Por último, el análisis del grado de desarrollo de las políticas de nacionalización de sectores económicos motrices.

Así las cosas, el concepto de soberanía busca guiar los ejercicios de autocrítica de gobiernos nacionales, autoproclamados «nacionalistas» en la era bicentenaria de la independencia que, tras tres siglos de dominación colonial española, logró por medio de la guerra librarse del imperio (batalla de Ayacucho, Perú, 1824).

La soberanía se construye día a día, siglo a siglo. Va más allá de ser un simple concepto teórico. Es un sentimiento, que busca ser paso obligado del proceso de toma de conciencia política de la inmensa mayoría de conciudadanos, «cosoberanos», como dejó apuntado ya De Los Ríos Urruti (1913) en su personal ensayo introductorio de la obra cumbre de Jellinek. Y no sólo para estados que progresivamente se liberan como el venezolano de los sucesivos imperios que tratan de someterlos, sino también para naciones sin estado en vías de soberanía.

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