Los kurdos de Siria celebran el cuarto aniversario del levantamiento de Qamishli, su propia «intifada»
El domingo fue un día muy especial para quienes se reunieron en el único teatro de Dohuk (Kurdistán Sur). Hombres y mujeres entraron por puertas distintas, pero, a diferencia de otras veces, una vez dentro se sentaron juntos. Resultaba llamativo que muy pocas de las asistentes cubrieran su cabeza con el velo y que muchas vistieran vaqueros y otras prendas de corte occidental. Quienes abarrotaban el domingo el patio de butacas eran kurdos de Siria refugiados en Kurdistán Sur. Celebraban el cuarto aniversario del levantamiento de Qamishli: la «intifada» de los kurdos de Siria.
El escenario está flanqueado por sendos retratos gigantes de Mustafá Barzani, el histórico líder de los kurdos de la región donde han encontrado refugio. También hay dos pancartas: «El levantamiento de Qamishli es la victoria de nuestro pueblo».
Karlos ZURUTUZA
Una joven de unos 20 años vestida con ropa tradicional kurda presenta el evento. Tras leer en voz alta cartas llegadas de todo tipo de asociaciones, se da paso a una sucesión de discursos, todos de la mano de diversas personalidades del PDK (Partido Democrático de Kurdistán), excepto uno, de un kurdo de Siria que agradece al partido de Barzani su hospitalidad. Las intervenciones se encadenan una tras otra y, al cabo de un rato, los más pequeños empiezan a llorar. El resto saca fotos de la familia con el móvil, y aplaude tímidamente tras cada discurso.
Pero el ambiente se anima con la puesta en escena de una pequeña obra de teatro. Un grupo de tres hombres y tres mujeres, que representa a todo el pueblo kurdo, busca un lugar para pasar la noche. A la derecha, un hombre sentado en una mesa hace de «recepcionista» del cielo; a la izquierda, el del infierno. Los kurdos preguntan a ambos si hay sitio para ellos. Tras negárseles asilo en ambos, se dirigen al público: «Somos los kurdos, 40 millones de personas, y no tenemos a dónde ir».
A continuación se apagan las luces y se hace el silencio. La atención se centra ahora en un hombre que enciende una serie de velas en sobre escenario. Seguidamente, por medio de un cañón conectado a un portátil, se proyecta un vídeo que recoge las imágenes de lo acontecido en Qamishli hace cuatro años. En ellas se ve a los policías disparando contra la multitud durante unos incidentes en un partido de fútbol.
El siguiente plano muestra los funerales, celebrados al día siguiente, de los siete jóvenes kurdos muertos. Éste fue el desencadenante de un levantamiento espontáneo que se extendió también entre los kurdos de Alepo y Afrín. El clímax, no obstante, se alcanzó en Qamishli, donde miles de kurdos se echaron a la calle e incendiaron comisarías y otros edificios pertenecientes al Gobierno de Damasco.
Si algo molestó al régimen sirio fue el acto simbólico por el que se derribó una estatua de Hafez el Assad de idéntico modo a como se había hecho, justo un año antes, con la de Saddam Hussein, en Bagdad. La respuesta del Ejército sirio no se hizo esperar. Miles de soldados, respaldados por tanques y helicópteros, acabaron con la vida de decenas de kurdos durante el asedio de Qamishli. Según datos de Amnistía Internacional, más de 2.000 personas fueron encarceladas y torturadas posteriormente por su presunta vinculación a aquellos incidentes.
La proyección finaliza con unas imágenes de Masuk Hasrani, ese religioso kurdo que pagó con su vida la osadía de criticar al Gobierno de El Assad en 2005. Tras desaparecer misteriosamente, su cuerpo apareció a los cuatro meses descuartizado en 23 pedazos.
La vuelta de la luz a la sala hace todavía más patente la emoción contenida de las familias allí reunidas. Muchos de los presentes fueron testigos directos de lo que ocurrió en Qamishli, o perdieron algún familiar, o fueron torturados por la Policía del Baas... Están aquí porque la vida en el Kurdistán bajo control sirio se ha vuelto intolerable para ellos. Nadie abandona su casa para vivir en un campo de refugiados como el de Moqabli, a pocos kilómetros de Dohuk.
«Somos parias»
La emoción se desborda: los que no han roto a llorar se levantan para aplaudir con fuerza. Los niños se suben a las butacas, y cientos de banderas kurdas se agitan venteadas por los «serkeftin», ese grito parecido al irrintzi que emiten las mujeres kurdas. En plena catarsis, un joven kurdo de Qamishli me invita a salir fuera. Se llama Shevan y quiere contar cómo es la vida en Kurdistán Sur para los kurdos de Siria.
«Somos casi tres millones de parias en un país que nos desprecia», se lamenta este kurdo de 24 años que llegó a Dohuk hace ya cuatro. «Nuestra lengua está prohibida, toda nuestra cultura: nuestra música, nuestras tradiciones... Pero eso no es lo peor. La gente desaparece y nunca se vuelve a saber más de ella. Hay familias que pierden fortunas enteras intentando averiguar qué ha sido de sus parientes. O mejor dicho, dónde están enterrados sus cuerpos...»
Shevan es uno de tantos que ha dejado atrás su hogar en la Yazira Siria. Sin embargo, la vida en Kurdistán Sur no es todo lo buena que esperaban los que huyeron como él. «El Gobierno kurdo nos ha prohibido hacer una marcha, y mucha gente se ha quedado en casa. Si puedes, vete a Moqabli, y comprueba por ti mismo cómo viven muchos de los nuestros», se despide, con un sentido apretón de manos.
Bailando entre la basura
Después de quince minutos en coche en dirección norte se llega a Moqabli, un campo de refugiados al uso: familias enteras viviendo en tiendas cedidas por la ONU, condiciones sanitarias insalubres y niños descalzos jugando entre el barro y la basura. Esto es lo más parecido a un hogar para los más de mil miembros de esta comunidad compuesta por kurdos de Siria y un palestino de ojos verdes de la franja de Gaza que afirma haber llegado antes que nadie.
La única identificación con la que cuenta la mayoría de ellos es una cartulina de color rojo cedida por Damasco. Abdul-Aziz, un kurdo de Afrín, insiste en que saque una foto del documento en cuestión. En él se puede leer en árabe que su titular es de origen «extranjero», y que no tiene permiso para abandonar Siria. Probablemente por falta de espacio, no se añade que a su propietario se le prohíbe también comprar una casa, un terreno, un coche; que no se puede casar, que no puede dar su nombre a sus hijos... En definitiva, la única función de este trozo de papel es la de hacer constar el nombre de esta persona.
«Aunque el Gobierno kurdo quisiera darnos un pasaporte no podría, porque no es un país independiente. Tampoco lo aceptaríamos, porque nuestra casa está en Siria, no aquí», explica Abdul-Aziz. Lamentablemente, tampoco parecen del todo bienvenidos en la zona: «El PDK ha construido casas para unos pocos y poder decir después que `acogen a sus hermanos kurdos', pero la verdad es que apenas recibimos ayuda de nadie», se queja Abdul. «Ante esta situación algunos han decidido volver, pero, o han sido encarcelados, o han desaparecido», subraya.
Abdul-Aziz no tiene esperanzas de regresar algún día a su Afrín natal: «Moriré en este vertedero», dice, guardando ese trozo de cartulina con su nombre en el bolsillo de la chaqueta.
Pero no todos aquí comparten ese sentimiento. Berkhewedan es una joven de 17 años que llegó desde Qamishli en 2006 junto con toda su familia. En el inglés que ha aprendido gracias a la televisión cuenta que sueña con ir a la universidad el año que viene, y que le gustaría viajar a Italia algún día. Por el momento, dedica todo su empeño a enseñar a los niños del campo los bailes de su Yazira natal. Ha formado un pequeño grupo al que han llamado «Ster» (estrella, en kurdo). Está muy emocionada porque ese mismo día tienen su primera actuación, en Dohuk.
Ante el inminente estreno convoca un «ensayo general». Los ocho niños y niñas corren felices a vestirse las vistosas ropas tradicionales kurdas que ha pagado el padre de Berkhwedan de su bolsillo. No hay electricidad para hacer funcionar el aparato de música; no importa. Berkhwedan canta y los niños bailan el «Helay» perfectamente sincronizados. Nunca ha sido fácil, pero así lo han hecho todos los kurdos durante miles de años.
Según AI, más de dos mil personas fueron detenidas y torturadas tras el levantamiento de Qamishli. Durante el asedio a la ciudad, miles de soldados sirios acabaron con la vida de decenas de kurdos.