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Víctor Moreno Escritor y profesor

Modesta proposición

Víctor Moreno propone apartar la religión de la esfera pública y, más concretamente, de la prensa. Esta propuesta no parte sólo de su conocido «rechazo al sistema teocrático» que pretende imponer la Iglesia, sino que quiere servir también como consejo: hablar de religión en los términos en los que suele hacerse en los medios sólo conduce a «su desprestigio». Moreno desgrana las razones de tal descrédito.

Mi propuesta es que, al igual que la enseñanza de la religión hay que expulsarla por higiene de las instituciones educativas, lo mismo habría que hacer con su presencia en la prensa. Se debería hacer todo lo posible para que desapareciera de cualquier página periodística, sea en forma de artículo de opinión, crónica, reportaje o editorial, a favor o en contra de ella, referida al Papa, a los obispos, a los curas, a los teólogos de la liberación o de la opusdeización. Su marginación pública sería el signo por excelencia de que la sociedad se ha hecho mayor, es decir, independizado de la peor superstición episcopal que viene horadando su autonomía social y política.

Tal vez se considere mi propuesta nacida de mi rechazo al sistema teocrático que algunos discípulos de Ratzinger pretenden imponer en la sociedad. Algo de eso hay, pero no sólo. Pienso que, también, les hago un favor, una obra de caridad, diría algún creyente. Entiendo que muchas veces intervienen en la prensa para dar testimonio de su fe en Jesús y la corte celestial, pero les aseguro que en casi la mayoría de las ocasiones lo único que consiguen es dar testimonio de una retórica ininteligible.

Aunque la mayoría de las discusiones en torno a la religión son la mar de pedagógicas, -revelan como ningún termómetro el grado de irracionalidad en el que aún sigue moviéndose cierta inteligencia y racionalidad humanas-, casi todas ellas revelan un galimatías terminológico y conceptual que uno creía perteneciente a la Edad Media.

Seré sincero: hablar de la religión en la prensa no conduce a nada bueno, excepto a su desprestigio.

La fe es una creencia sin prueba alguna. Y estar continuamente hablando de algo o de alguien que no tiene huella alguna de existir, es un poco grotesco. La prensa debería servir para hablar y escribir de lo que tiene existencia plausible para todo el mundo, y de lo que, por tanto, se puede hablar en igualdad de condiciones inmanentes.

Las polémicas en las que aparece la religión, como fundamento de una argumentación más o menos racional, acaba rozando el absurdo de la fe. De ahí que se debieran trasladar a la parroquia o al arzobispado, donde los respectivos fanáticos -de fanum, templo; y fanáticos, los que asisten al mismo templo-, podrían discutir de igual a igual, democráticamente, los asuntos que consideren fundamentales para su vida: si la moral y la ética proceden de la fe, o la fe procede de la ignorancia; o si la política que ellos practican es posible sin la fe o sin el dogma; o si la conducta que llevan los católicos es acorde con los evangelios o con la encíclica tal o cual; o si el dogma de la virgen es compatible con la fecundación in vitro; o si la homosexualidad es un regalo de san Juan o una maldición de Judas Tadeo, o si el relativismo axiológico actual es producto de la falta de alimentación en hidratos de carbono o producto de la influencia de Epicuro en la jerarquía católica; o si los derechos humanos tienen algo que ver con la resurrección apocalíptica de la carne de primera; o si el descrédito de la mentalidad religiosa es producto de una secularización desbocada o producto de una racionalidad cada vez más autónoma y menos animista; o si los idólatras y sodomitas, aunque sean obispos y cardenales, entrarán, por fin o nunca jamás, en el reino de los cielos... o si será más fácil que un hipopótamo entre por el sutil agujero de una aguja que Rouco Varela en el tálamo celestial.

Entiendo que, si los periódicos dejaran de hablar de religión, sea un duro golpe para quienes, creyentes ellos, consideran que el mundo es un completo galimatías sin la fe. Pues ya es sabido que, para los obispos y para muchos teólogos, que se las dan de progres, las democracias actuales sin un toque transcendental son pura filfa.

Estoy convencido de que aquellos que escriben desde esa atalaya piensan que nos están haciendo un gran favor a quienes, pobres descarriados, desconocemos todo el achuchón significativo que supone el amor de Dios, y ya no digo, una buena ración de caricias de la Virgen María. Agradezco su proselitismo erótico teologal, pero no sufran por ello. Pues, sinceramente, no entiendo qué quieren decir cuando nombran a Dios, ni, menos aún, cuando nos aseguran que Él nos ama, a pesar de nosotros mismos y contra nosotros mismos.

Es que niego la mayor, a saber, que los obispos sean capaces de discernir en qué consiste realmente la voluntad de Dios, siempre caracterizada de «misteriosa e inescrutable».

Por ejemplo, me cuesta mucho trabajo entender que ese Dios, que según dicen los Sebastián, los Blázquez y los Rouco, es creador de animales tan fieros y crueles como las pirañas, los tiburones blancos y esos rijosos chimpancés y bononos que se pasan jodiendo las veinticuatro horas del día, se rasgue sus vestiduras eternas porque dos hombres o dos mujeres quieran darse un marco legal a su situación mediante la fórmula del matrimonio civil. El mismo estupor me produce su actitud ante la clonación con fines terapéuticos, el aborto, la eutanasia y todos esos aspectos que ponen catatónica perdida a la Conferencia Episcopal, la cual, parece gozar de una telefonía móvil directa con la voluntad de Dios. Siempre me ha parecido que Dios, caso de existir, reside más en los placeres de la naturalidad que en la autoridad que los reprime.

Así que la pregunta no parece inútil: ¿qué tendrá que ver la voluntad de Dios con la moral, la ética y la política de los seres humanos? Yo creo que nada. Porque la voluntad de Dios no existe. Y, caso de existir, que no lo es, supondría una verdadera plaga contra la libertad del ser humano. Como prueba de ello, ahí está la intervención continuada y permanente de la Conferencia Episcopal, quien, usurpadora tenaz de aquella, no hace sino ir en contra de los hombres y mujeres que deciden vivir autónomamente.

La voluntad divina sólo existe en la mente de quienes se consideran sus legítimos intérpretes: una legitimidad que por arte de birlibirloque se han apropiado sin ningún tipo de consulta popular o democrática. Mientras que cualquier institución se las ve y se las desea para adquirir la garantía de su representación y acceder así a unos comicios, los obispos se pasan incluso por el arco de su mitra la democracia y la base popular creyente en la que basan sus exigencias económicas al Estado.

Sinceramente: discutan cuanto quieran sobre dicha la voluntad metafísica de Dios, y apliquen sus investigaciones y disciplinas a sus cuerpos y a sus fundas espirituales, pero háganlo en la parroquia, en la familia, en el rosario y en la misa. Con los suyos. Los únicos capaces de entender su tan sublime como inefable doctrina. La religión es para vivirla, no para decirla. Y menos aún en un periódico donde todo se vuelve banal y homogéneo, dos adjetivos incompatibles con, según Rouco y Varela, ese Ser Supremo que es omnipotente, omnisciente y, según otros, OVNI.

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