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El teatro, contra las palabras

Josu MONTERO | Periodista y escritor

La literatura es el ámbito de la soledad. El escritor, solo. El lector, solo. El lector, presente, frente a otra presencia. Un tú a tú en soledad. En el cine y en el teatro esto cambia radicalmente. Lo más común es que nos desagrade la película basada en una novela que previamente hemos leído; independientemente de la calidad o de la fidelidad -¡si tal cosa existiera!- del film, la película nos defraudará porque ya nosotros la habíamos visto proyectada en nuestra imaginación. Hace unos días, en un diario madrileño, el crítico norteamericano John Carlin, tras afirmar que la mayoría de las novelas que se llevan al cine no se prestan en absoluto a ese trasvase, llegaba incluso a afirmar que una obra como «Rey Lear», no sólo no se presta a ser convertida en cine, sino que tampoco a ser llevada a los escenarios: «Hay que leer `Rey Lear'. Es el triunfo de la palabra escrita; una obra que sólo puede respirar dentro del teatro de la imaginación», terminaba rotundo.

El caso es que, justo en la página siguiente, me topé con la noticia de la presentación en Sevilla del último montaje de uno de los directores más celebrados de la escena internacional, el también norteamericano Bob Wilson. El pasado día 12 estrenó Wilson allí «La mujer del mar», una versión que Susan Sontag realizó de la obra homónima de Henrik Ibsen. A pesar de tratarse por tanto de una obra de dos grandes escritores, Wilson desarrolló en la presentación toda una defensa del teatro como arte eminentemente visual. Recordó las palabras que Ander Malraux le dijo: «El teatro occidental ha sido esclavo de la literatura». Se cree que las obras son las palabras, pero no es así, venía a decir Wilson; y lo dijo con la ayuda de una bailarina balinesa y de una cantante de la ópera de Pekín, cuyos lenguajes no verbales son elocuentes y complejísimos a través de mínimos gestos como el simple movimiento de los ojos -más de doscientas formas diferentes de hacerlo- o de la manga del kimono -¡hasta 700 movimientos!-. Son los dos extremos entre los que se ha movido siempre el teatro. Hasta el siglo XX prevaleció el texto, las palabras -era lo único que se podía conservar-; pero en gran medida el siglo pasado, marcado por la contundencia de un Artaud, al que en su momento nadie hizo ni caso cuando gritó con rabia que el teatro es todo salvo las palabras; el siglo pasado, decíamos, supuso el viraje en redondo, y la consiguiente centralidad del director: el movimiento, lo visual, lo gestual... pero también lo espectacular. La literatura estrenó el siglo XX con el descrédito del lenguaje -Hofmannstal, Kleist, Rimbaud, Mallarmè...-, con el divorcio entre realidad y palabra; ya no con la sospecha, sino con la certeza de que el lenguaje era una herramienta insuficiente y mendaz para explicar tanto la realidad como la subjetividad del escritor. Así que los lenguajes no verbales hallaron el camino franco en el teatro. Eso sí, con el paso de las décadas, este teatro artaudiano hizo en gran medida el caldo gordo al advenimiento del espectáculo, a la conversión del teatro en espectáculo puro y duro. Y a partir del tratamiento de shock que supuso el llamado teatro del absurdo, poco a poco, las palabras tuvieron que ir despertando y regresando al escenario. Y en esas siguen.

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