Arnoldo Kraus Médico y escritor
Chantal Sébire
Desde que «La Jornada» me arropa, más o menos escribo una vez por año acerca de la eutanasia. Por fortuna mis reflexiones iniciales distan mucho de ser similares a las actuales. No tanto porque mi forma de pensar o de ejercer la medicina se haya modificado, sino porque el mundo, sobre todo el de la sociedad y el de los enfermos, ha cambiado. Éstos, como suele ser en muchos rubros, han caminado más de prisa que los gobiernos y que sus leyes.
Las discusiones contemporáneas acerca de la eutanasia, del suicidio asistido y de temas afines se deben al reclamo de los enfermos que vindican su autonomía como seres humanos sobre los dictados oficiales de las oficinas médicas. Fue la madurez de la sociedad la que consiguió que se permitiese practicar la eutanasia activa en Holanda, en Bélgica y en Luxemburgo; lo mismo sucedió en Oregon, Estados Unidos, y en Suiza, donde el suicidio asistido es un derecho.
Hace muchos años, cuando escribí mi primer ensayo acerca de la eutanasia, concluía: «Finalmente, quisiera decir que al contrario de la muerte animal, la humana sí tiene historia. La enfermedad tiene pasado y presente, y en el mundo de los síntomas, de los signos, del dolor, del olvido, de las sondas, de las noches interminables, de la desesperanza y de tantos y tantos avatares que llegan y van cuando el paciente sabe que ha de morir, éste, idealmente, debería caminar junto con quien fundó la historia de su enfermedad, su médico. Médico y amigo, que conozca más, mucho más de la vida y de la muerte, de la soledad y del temor que impone el último adiós, que de la misma tecnología biomédica o de la biología de los fármacos. Es mejor traicionar y olvidar a Hipócrates, que leer en el periódico que su enfermo, es decir, su propia historia, falleció al arrojarse al vacío en la inmensa soledad del dolor y del abandono».
«Chantal Sébire gana en casa la batalla de la muerte» es el título equivocado de una nota que anunciaba el deceso de la enferma terminal francesa; la paciente había recurrido en repetidas ocasiones a los médicos y a la justicia para que le suministrasen una inyección letal para terminar con su vida. Sébire, de 52 años, padecía un neuroblastoma olfativo, tumor poco común que al deformar el macizo facial produce dolores intensos.
La última fotografía, tomada el 26 de febrero, 20 días antes de su muerte, muestra los destrozos que el tumor produjo en su rostro. Chantal Sébire, la medicina y la justicia francesa perdieron la batalla frente a la muerte: murió abandonada, sin un trato adecuado, sin un Virgilio que la acompañase, sin el calor humano que le hubiese permitido partir con dignidad. Se ignora si se suicidó o si alguna persona la cobijó. Fue hallada muerta en su domicilio.
«La relación con el rostro es desde un principio ética», escribe Emmanuel Lévinas en «Ética e infinito», y agrega: «En el rostro del otro hay una `elevación', una `altura'. El otro es más alto que yo». Renglones adelante escribe: «... el rostro del otro está desprotegido; es el pobre por el que yo puedo todo y a quien debo todo». Lévinas es quizás el filósofo que más ha desarrollado el tema de la otredad. Sébire no se hizo fotografiar para llamar la atención ni para despertar compasión, que la merecía. Lo hizo porque así exponía sus demandas ante el mundo. Decidió mostrar su rostro deforme para demandar justicia: su problema requería respuestas humanas y sociales.
Basta mirar la fotografía un momento para entender el significado de los reclamos de Chantal. Su rostro deformado asfixia: por el dolor, por el abandono, pero, sobre todo, por la falta de solidez de la filosofía médica contemporánea, que camina sin reparar si acaso es ético y lícito olvidar que el rostro del enfermo, y lo que dicen sus guiños, es lo que debe prevalecer.
¿Por qué no se suicidó Chantal? Quizás por lo que dijo, «Quiero irme rodeada de mis hijos, amigos y médicos, festejando el viaje». Probablemente porque confiaba en abrir algunas puertas. Quizás porque deseaba rebatir los discursos apoltronados e hipócritas que sostienen que se confunde la libertad con un derecho y que aseguran que si se llegase a aprobar la eutanasia activa equivaldría a apoyar y organizar los suicidios de otras personas, cosa que no ha sucedido en Holanda.
La enferma sabía que su vida ya no era vida. Sabía también que la muerte aliviaría su situación. Creo que intuyó que a pesar de que su cara había sido demolida por el tumor, mostrarse y hablar, por ella y por quienes compartan su terrible realidad, era un acto digno. Sabía que su rostro era evadido: elevar su voz para darle un sentido a su muerte y a las ideas de Lévinas también era una acción para fomentar las discusiones acerca de la dignidad hacia el final de la vida.
Morir abandonada, sin cobijo, en un vacío que no finaliza, derruida por esa mezcla nefanda de enfermedades malignas con políticos y religiosos sordos, como sucedió con Chantal, es suficiente razón para seguir discutiendo acerca de la pertinencia de la eutanasia activa.
© La Jornada