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CRíTICA cine

«Japón»

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Mikel INSAUSTI

Hace seis años irrumpía en el panorama internacional un cineasta mexicano que lo iba a trastocar todo con su rompedora ópera prima, distinta a cuanto se haya podido ver en la gran pantalla. «Japón», recuperada tras la posterior confirmación vía Cannes del asombroso talento de Carlos Reygadas con «Batalla en el cielo» y «Luz silenciosa», emerge ahora como una creación insólita, imposible de relacionar con otros autores, por más que se hable de Tarkovski a la hora de establecer comparativas que no van a ninguna parte. Ni tan siquiera dentro de México acierto a encontrar precedentes reconocibles, ya que este primer largometraje ofrece una visión descarnada de la esencia más salvaje y primitiva del país azteca, desde unas contradicciones culturales y religiosas que nunca antes habían sido explotadas tan a fondo.

De la olvidada región de Metztitlán, en el estado de Hidalgo, solamente llegan noticias cuando hay inundaciones y los habitantes de sus aldeas se quedan aislados, a veces hasta durante más de un mes. Reygadas encontró allí un pequeño poblado que se llama Ayacatzintla, cuyo aislamiento del resto del mundo hace que sus gentes sean diferentes. El lugar es impresionante, y más aún como lo filma este nuevo genio de la imagen que, lejos de conformarse con las posibilidades del documental antropológico, persigue una transformación de la realidad para llegar a través de la imaginación donde nadie se atreve a adentrarse, es decir, en lo más profundo de nuestro ser.

El título de «Japón», extraño como la película misma, va con la leve anécdota argumental, que no es más que un pretexto para perderse por laberintos insondables. Sirve a modo introductorio de la idea de un ritual o ceremonial del suicidio, perpetrado por un hombre que huye de la civilización para ir a quitarse la vida en algún escenario evocado de su lejana infancia. Como pintor que es, o al menos demuestra tener cierta sensibilidad artística, su objetivo se verá postergado ante la impresión que sobre él va a ejercer el sobrecogedor paisaje de Ayacatzintla.

La fuerza telúrica que desprende el lugar, con sus barrancos de vértigo y la niebla que envuelve el vacío, forzará su renacimiento y el despertar de los sentidos dormidos. Incluso su apagado instinto sexual resucitará de nuevo, en el contacto con seres que parecen tan antiguos como la propia tierra, ya que subsisten apegados a las raíces. De ahí que la escena de sexo con la anciana nativa sobrevenga como un acto natural, aunque sacada de contexto pudiera pasar por una aberración.

Otra de las vivencias transformadoras que desconciertan al urbanita en su viaje al interior de México es la de la inocencia ancestral con que sus humildes anfitriones se hacen fuertes en sus creencias, relacionadas con el culto a imágenes de la Virgen y de Jesús que abren la puerta al más allá, del que parecen estar tan cerca. Es una presencia casi tangigle ante la que el visitante intenta permanecer escéptico, en un intento inútil por aislarse mediante sus auriculares, pero la música que escucha no hace sino devolverle a una suerte de redención de la que no puede escapar.

Y es que lo que Reygadas coloca en su walkman son temas del estonio Arvo Pärt, máximo representante del minimalismo sacro. Piezas como «Miserere» o «Canto por la muerte de Benjamin Britten» diríanse hechas para escapar a los confines del planeta, dejando atrás el completo sinsentido de las grandes ciudades y del ruido que anula cualquier vestigio de autenticidad.

Ficha

Dirección y guión: Carlos Reygadas. Intérpretes: Alejandro Ferretis, Magdalena Flores, Carlos Reygadas Barquin, Yolanda Villa, Martín Serrano, Rolando Hernández, Fernando Benítez, Claudia Rodríguez, Bernabé Pérez. País: México, 2002. Género: Drama existencial. Duración: 136 minutos.

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