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Análisis | Patrimonio industrial

Los valores del puente de hierro

En los años treinta del pasado siglo, las necesidades de explotación hicieron necesaria la sustitución de muchos de estos puentes, de modo que hoy tan sólo queda en uso el de celosía de Villabona.

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Joaquín CÁRCAMO Aparejador

El autor defiende en las siguientes líneas la necesidad de conservar los puentes hierro que durante años constituyeron la principal vía de transporte por tierra. Cárcamo recuerda, para ello, el viaducto de Ormaiztegi, el puente de Villabona o los dos puentes de hierro de Donostia.

No sería capaz de concebir el paisaje de Ormaiztegi sin su puente. Cuando lo visité por vez primera, me pareció que allí estaba desde el origen de los tiempos; únicamente se dejaban notar la ausencia del tren humeante que el asturiano Regoyos, con fuerte intensidad cromática, había dibujado en 1896 dejándonos una de las más hermosas postales del paisaje vasco, y el exceso de las muletas de hormigón que le ayudaban a soportar las heridas de la peor guerra, haciendo evidente la mutilación de los vacíos vanos originales.

Creo que a los ciudadanos de Ormaiztegi les ocurre lo mismo. Ciento cuarenta y cinco años son la infinitud para una vida humana y, quizás por eso, cuando hace un tiempo se les preguntó por su parecer sobre la conservación del puente su respuesta pareció sorprendentemente afirmativa. Una respuesta ejemplar: nuestros paisajes están marcados por la acción cultural humana y la huella de la técnica -¡que mejor símbolo que un puente metálico!- nos pertenece tanto como el valle verde que salva. El viaducto de Ormaiztegi es, aún hoy, gracias a ellos, una de las más relevantes muestras de la ingeniería del hierro europea, y goza de protección como monumento desde 2003.

De origen francés, como todos los demás puentes metálicos de la línea, dadas las limitaciones tanto tecnológicas como productivas de la España de la época, fue construido en 1863 por el ingeniero Alexander Lavalley en los talleres Batignolles, culminando al último fragmento de la línea férrea París-Madrid.

La mayoría de los puentes metálicos de la línea Madrid-Irún eran, como el de Ormaiztegi, de paso superior y de celosía múltiple con montantes verticales, más económicos en luces medias y grandes por el ahorro de material que se producía.

El puente de hierro de Donostia -el histórico cuarto puente sobre el Urumea- constituye una excepción. Y es que, se trata de un puente trijáceno de alma llena de tres vanos con pequeñas luces de unos 25 metros. Los puentes viga de alma llena para ferrocarril, formados por chapas de hierro forjado roblonadas, herederos de las dos grandes obras de Stephenson: Conway (1849) y Britania (1850) eran frecuentes aún tanto en Inglaterra como en Francia en las décadas de 1850 y 1860, al haberse introducido tardíamente la celosía.

En los años treinta del pasado siglo, las necesidades de explotación hicieron necesaria la sustitución de muchos de estos puentes. De este modo, hoy tan sólo queda en uso el de celosía de Villabona, que debe su supervivencia a las condiciones del trazado en ese punto. Es en esos años cuando, según Juan Antonio Sáez, el ayuntamiento decidió la adquisición y desplazamiento lateral del puente de hierro «con la intención de abrirlo al tráfico peatonal y rodado», uso que ha mantenido hasta hoy. Tan sólo nos quedan, por tanto, tres únicos puentes metálicos del trazado original de la línea, siendo el de Donostia el único de alma llena.

Prácticamente la totalidad de los puentes de alma llena de las primeras líneas de ferrocarril estatales han desaparecido. El de Sant Pol de Mar (Barcelona) de 1857 sobre la riera del mismo nombre, que el ayuntamiento reutilizó como pasarela peatonal es el de mayor antigüedad conservado.

En el País Vasco únicamente permanece el de San Sebastián. Además del de Ormaiztegi, sólo goza de la calificación legal como Bien Cultural otro puente metálico ferroviario también triangulado; el que en 1888 levantó Pablo de Alzola sobre el Kadagua entre Bilbao y Barakaldo.

Algunos piensan que es un puente feo. También Alzola, a finales del siglo XIX, escribía que los «puentes de vigas de paredes macizas (que tanto se utilizaron en España en los comienzos del ferrocarril) parecían pesados y carecían por completo de arte y gusto», aunque Monet pudiera entusiasmarse con el puente de Argenteuil. Hoy los ingenieros consideran preferible el puente de alma llena a los triangulados y también la historia de la ingeniería los ha rehabilitado.

Donostia cuenta con dos espléndidos puentes que reflejan de modo admirable los avances técnicos del siglo XX. Aunque la imagen final de ambos es fruto de la colaboración de Eugenio Ribera con prestigiosos arquitectos, no cabe duda de que su trascendencia se debe en gran medida al pionero y magistral empleo que el notable ingeniero hizo del material por excelencia del siglo XX; el hormigón armado. El lugar que ocupan en la ciudad y los valores plásticos de ambos puentes, han dejado en un oscuro segundo plano los del puente de hierro, muestra única de una de las tipologías que se imponen en la segunda mitad del siglo XIX.

Estoy seguro de que una mayoría de donostiarras, entienden hoy que la cultura no es compartimentable y que si nos faltasen La Concha, Bernardo Atxaga o el Peine de los Vientos empequeñeceríamos como individuos y como sociedad. También si nos quitan el puente de hierro, que desde siempre estuvo ahí; tanto su desaparición como la pérdida de su función histórica -salvar el Urumea- sería una herida colectiva. Aunque a algunos parezca que les cuesta asumirlo, la Técnica también es Cultura.

Una última obviedad: la ciudad está viva y necesita nuevos puentes, por supuesto, y Juan José Arenas, que ya realizó una excelente rehabilitación del de María Cristina, nos dejará otra magnífica obra en la ciudad.

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