Dos mujeres excesivas
Josu MONTERO Periodista y escritor
Una. La única vez que he podido disfrutar de Terele Pávez sobre un escenario fue hace ya años en «Madre Caballo», la versión hipodérmica de la «Madre Coraje» de Brecht que firmó Antonio Onetti. Como muy bien nos han enseñado Rajoy, San Gil y sus huestes, hoy no es nada sencillo no ser una persona «normal». Los homosexuales y los transexuales luchan por «normalizar» su condición. Hoy todo el mundo desea homologarse y eso, bien mirado, no es sino un triunfo para los otorgadores de actas de normalidad. Hoy se permite la diferencia, pero no se tolera el conflicto. Y aún casi se tolera -toleramos- menos el conflicto interior y su exteriorización social. En el mejor de los casos buscamos el conflicto interno de los personajes sobre el escenario, pero lo abortamos en nosotros mismos y lo reprimimos en el vecino. Antidepresivos y ansiolíticos son en la privacidad de los hogares el pan nuestro de cada día; el síntoma más claro de una enfermedad social. En cierta forma los actores son una especie de metafórico cordero del sacrificio, de chivo expiatorio de los males sociales.
Lo más gracioso del linchamiento al que los inquisidores de la normalidad han sometido a la actriz, es que las famosas y robadas imágenes fueron grabadas en la madrileña plaza de Santa Ana, justo al ladito del legendario Callejón del Gato, el de los espejos deformantes que sirvieron a Valle para idear eso del esperpento. Eso es: Esperpento.
Otra. Este fin de semana visita la sala La Fundición uno de los creadores escénicos más personales, radicales y fascinantes del teatro español actual, la dramaturga, actriz y directora de Atra Bilis Teatro, Angélica Lidell. Quien la ha visto sabe que a pesar de su aparente fragilidad, Lidell es un auténtico animal escénico, un monstruo del escenario. Y es que «lo monstruoso» tiene mucho que ver con su teatro; «lo monstruoso» que toma muchas veces cuerpo en el actor, catalizador de la monstruosidad social, de la de los propios espectadores. Su teatro persigue la verdad del ser humano, una verdad que demasiadas veces tiene que ver con el horror, con el desgarro, con el dolor; hay en él una clara conciencia de la escena y del cuerpo del actor como espacios sacrificiales. «Boxeo para células y planetas» plantea si la creación puede estar realmente a la altura del sufrimiento humano, si puede alcanzar la misma intensidad de lo real; busca también establecer la conexión entre el dolor privado y la tragedia humana. Su teatro es exasperado, perturbador, apabullante; el exceso y la provocación son sus señas de identidad, pero como una actitud política: el escándalo no está en el teatro, sino en la realidad.