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Responsabilidades políticas, no penales

La comparecencia de ayer ante la Comisión de Educación y Cultura de la consejera de Cultura, Miren Azkarate, y del director general del Museo Guggenheim, Juan Ignacio Vidarte, no deparó sorpresa alguna. Los responsables políticos y administrativos del museo se limitaron a explicar de nuevo los hechos y a enumerar las medidas de control que se aplicarán a partir de ahora para que no vuelva a suceder algo similar.

Pero el desfalco de Cearsolo ha dejado en evidencia asuntos que van más allá de la estricta responsabilidad penal. Por ejemplo, ha dejado claro que el de Bilbo es el único de los museos de esa fundación que cuenta con fondos públicos. Ha evidenciado que los patronatos y cargos derivados de esa inversión pública han sido designados por los responsables políticos no por su currículum, sino por su «confianza».

Por todo ello es importante que el debate no se centre sólo en la cuestión del desfalco. Es importante comprender que ese desfalco ha podido tener lugar gracias a un modelo de política cultural -pero que bien puede trasladarse a otros muchos campos de la acción de este Gobierno- que reparte a dedo los beneficios de ese sistema. Un sistema en el que, a pesar de sucesivos episodios de corrupción, nunca nadie asume la responsabilidad política de las decisiones que tomaron. Y muy pocos se la exigen.

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