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La supervivencia de los damnificados por el Nargis depende de los birmanos de a pie

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Pequeñas embarcaciones surcan los afluentes del río Pyanpon en la devastada región del delta del Irrawaddy. A bordo, birmanos que no pertenecen ni a la Junta Militar ni a ONG llevan la ayuda que se ha convertido en la única posibilidad de supervivencia de los damnificados por el ciclón Nargis -que dejó tras de sí 78.000 muertos y 56.000 desaparecidos- en pueblos remotos de Myanmar. Estos barcos recogieron los sacos de arroz, cajas de galletas, patatas, pasta y botellas de agua e iniciaron juntos un viaje antes de separarse para abastecer al máximo posible de pueblos, accesibles sólo por vía fluvial.

Como muchos otros a lo largo del delta del Irrawaddy, el monasterio de Denongho sirvió de refugio a familias que lo han perdido todo con el paso del ciclón, el pasado 2 de mayo. También allí llegan las donaciones de los birmanos que trastornados por la tragedia de sus compatriotas trabajan sin descanso en la recogida de fondos y compra de productos básicos a pesar de la galopante inflación.

Al anuncio de la noticia de la llegada de ayuda, los niños acuden a los pies de la estatua de Buda, oculta en parte por los sacos de arroz apilados a sus pies, y se empujan. Las mujeres dejan de cocinar, barrer y limpiar las gotas que caen del tejado estropeado tras el paso del Nargis. «Tendremos arroz durante un mes porque la gente lo dona, pero ¿qué pasará dentro de dos meses?», se pregunta Khaung Kyaw Min Htet, encargado de la organización de la ayuda en este pueblo. «La gente quiere toldos, sal, aceite, mosquiteras y medicamentos, sobre todo para los niños», indica.

Un poco más lejos, en el pueblo, sus habitantes dicen que el Gobierno militar entregó «alrededor de 300 gramos de arroz, dos veces y no a todos, y sólo una tienda para todo el pueblo», donde habitan 1.025 personas. Después, nada.

Las ONG, a las que se autoriza trabajar en las grandes ciudades donde se concentran los refugiados, siguen siendo algo desconocido aquí.

En otro brazo del río, el pueblo de Kaunt Chaung fue barrido por el Nargis. Ni una sola casa se mantuvo en pie, ni siquie- ra el monasterio. Los monjes reciben la ayuda de ricos comerciantes de la región en un pequeño y resistente edificio que resistió. «El Gobierno no ha mandado nada aquí, ni las ONG, sólo particulares nos aportan comida», explica el monje U Piniya Wentha, casi tres semanas después de la catástrofe.

Las autoridades religiosas y civiles locales decidieron que se compartirá toda la comida disponible. Mientras la temporada de lluvias comienza, los campesinos se dedican, sobre todo, a construir viviendas temporales, excavando entre las ruinas en busca de materiales que no podrían pagar.

Pese a la urgencia por encontrar arroz y pescado, los hombres no quieren lanzar sus redes al río. «Todavía hay muchos cadáveres, esperaremos a que esté más limpio», admiten.

La Junta Militar, mientras, no sólo no atiende a los supervivientes sino que estudia desalojar a los miles de damnificados refugiados en escuelas para así poder celebrar, el 24 de mayo en las zonas afectadas el referendo para aprobar la nueva Constitución elaborada por el régimen.

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