Finalizado el visionado de «Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal», uno se queda más cristalizado que la susodicha calavera. La razón es bien sencilla: cómo es posible que se tardaran cerca de 20 años para dar con el «guión» apropiado que requería el regreso del célebre aventurero y presunto arqueólogo. Recuerdo que en la teleserie dedicada a la juventud de Indiana Jones aparecía una simpática presencia otoñal del doctor Henry Jones Jr. con apariencia de John Ford. Aquella estampa ajada pero vital del aventurero tuerto resulta mucho más entrañable que la que ahora nos propone el dúo Spielberg-Lucas.

En este su regreso, el personaje encarnado por Ford adolece del cinismo y desencanto propio de alguien que ha vivido infinitas aventuras y que, para colmo de males, se convertirá en apátrida por culpa de la cacería de brujas instigada por Hoover y su inquisitorial FBI. Esta «anécdota» hubiera inspirado una trama mucho más rica si se tiene en cuenta que en aquellos engañosamente felices años 50, el principal enemigo del pueblo norteamericano no eran los soviéticos sino la paranoia del propio gobierno. Para colmo de males, Spielberg ha querido prolongar en esta cuarta entrega su agotador discurso judeo-cristiano en una historia que -a las puertas del Año Darwin- se adentra peligrosamente en la vertiente creacionista con la inclusión de unos seres extraterrestres que darían sentido a la inteligencia de los incas. Sí, ya sabemos que en esta saga prima el desorden de la aventura y que de lo que se trata es de pasar un buen rato con un espectáculo circense en el que todo vale. Pero ni siquiera en esta vertiente logra su objetivo un Spielberg que ha envejecido mucho más y peor que un Harrison Ford que, en el epílogo del filme, paga el precio que corresponde a su «desordenada» existencia. Cate Blanchett, transformada en Ninotchka espadachina, y Shia LaBeouf cabalgando cual Brando domesticado, magnifican las carencias de una historia de desarrollo lánguido. A veces es mejor no resucitar a los mitos.