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Primarias en EEUU

Carisma y retórica al servicio de una idea-fuerza: el cambio

Perfil [ Barack Obama ]

Dabid LAZKANOITURBURU

Pocos personajes habrán acaparado tanta atención mediática los últimos meses, pero la pregunta es hoy más pertinente que nunca. ¿Quién es realmente Obama?

Porque Barack Obama es, por su biografía, por su discurso y por el éxito de su campaña, más un fenómeno que un político. Y todo menos un político al uso, de esos que en EEUU se conocen como «los de Washington».

Prácticamente un desconocido, a Obama le han bastado cinco meses para derrotar a la favorita, Hillary Clinton, pese a que contaba con toda la maquinaria partidista a su servicio.

Nació de la unión de un padre negro de Kenia y de una madre blanca de Kansas en 1961.

Vivió su infancia y adolescencia en Hawai y en Indonesia, a donde se trasladó su madre, ya divorciada, para proseguir sus investigaciones en antropología, y donde se casó en segundas nupcias con un natural del país musulmán más poblado del mundo. El segundo apellido de Obama es Hussein, una circunstancia que la derecha no se cansa de repetir mientras insiste en el consciente equívoco de su primero (Osama-Obama).

Acogido por sus abuelos maternos (su madre moriría de cáncer en 1995), tuvo la posibilidad de estudiar en las selectas universidades de Columbia y de Harvard. Entre ambas, optó por el puesto de trabajador social en los ghettos de Chicago. En su paso por Harvard -estación tradicional de la élite estadounidense-, se convirtió en el primer negro redactor jefe de la prestigiosa «Harvard Law Review».

Volvió luego a Chicago a trabajar, ya como abogado, en un gabinete en el que conoció a su actual compañera, Michelle, que dirige uno de los grandes grupos hospitalarios de la ciudad. Tienen dos hijos, Malia, de 9 años de edad, y Sasha, de 7 años.

Obama fracasó en 2000 en su asalto a la Cámara de Representantes. Se tomó la revancha en noviembre de 2004 al convertirse, tras su elección por Illinois, en el único senador negro del Congreso de EEUU.

Meses antes, saltó el muro del anonimato una tarde de julio en la que, siendo un modesto político local de Chicago, tomó la palabra en la Convención Demócrata a favor de su a la postre predecesor, John Kerry, y para inaugurar un discurso, el de la reconciliación de los estadounidenses, su faro de campaña.

Porque Obama es, ante todo, discurso. Y ha logrado vencer con una candidatura postpartidaria y postracial en nombre de una idea fuerza tan vaga como evocadora: el cambio. Post-racial en el sentido de que, siendo negro, encarna (nunca mejor dicho), la realización máxima del ideal demócrata del último medio siglo, la promoción de los derechos de las minorías. Y postpartidista, pues no ha dudado en situarse más allá del corsé demócrata. Debe su triunfo en las primarias a los jóvenes y a los independientes, es decir, a los que optan por no estar afiliados cuando se inscriben en las listas electorales.

Eso no significa que carezca de principios. Su oposición radical a la invasión de Irak le honra y le sitúan a la izquierda del Partido Demócrata. Obama ha sabido rescatar, siquiera en parte, el tradicional populismo demócrata contrario a la concentración de riqueza y los privilegios elitistas.

Pero sólo en parte. Obama se ha comprometido en campaña a no insistir con la bajada de impuestos de los contribuyentes que ganen menos de 200.000 dólares al año. Todo menos una promesa progresista. Rebaja de expectativas que tiene que ver con una dura campaña, en la que no ha dejado de sufrir duros acosos, el mayor de ellos con motivo de la irrupción de su polémico ex pastor Jeremiah Wright. Y que tiene que ver con la fuerza inercial de un Estado-Imperio nada dispuesto a que se trastoquen sus principales ejes (la defensa de Israel y la consiguiente demonización de Irán es uno de ellos).

Yerran, sin embargo, los que esperan que Obama lidere un cambio ideológico radical. El candidato negro, al igual que la aspirante mujer Hillary Clinton, representan un cambio cultural que supone la culminación del ideario demócrata inaugurado con la Guerra Fría: «Nada de luchar contra las desigualdades sociales, que suena a comunismo. Mejor centrarse en el feminismo y en las minorías».

El verdadero fuerte de Obama reside en su carisma y en su fuerza retórica en esta era postindustrial en la que dominan la imagen y las grandes palabras. Una retórica que controla como pocos. En una de sus dos biografías, «Dreams from my father», recuerda que descubrió su poder dialéctico en una marcha contra la secregración racial en la universidad. «Los congregados se quedaron callados y me miraban».

Una retórica que maneja la ambiguedad calculada, muy anclada, por lo demás, en la política estadounidense. Las continuas acusaciones de Clinton a su «grandilocuencia» hicieron mella, pero no la suficiente, en su rival. Por contra, la estrategia de los Clinton de destacar su inexperiencia política y su escaso conocimiento de la alta política estatal se volvieron como un boomerang contra sus promotores. Obama ha sabido transformar esas acusaciones en una loa a su frescura, a su alejamiento de los viejos clichés partidistas.

Seguro que su ya rival en la carrera a la Casa Blanca, John McCain, insiste en esta estrategia, combinada con la denuncia de su «progresismo de vieja escuela». ¿Tocará hueso esta vez?. ¿Será capaz Obama de mantener intacta su capacidad de seducción?. La respuesta, el 4 de noviembre.

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