Es ésta una película conservadora, o trata sobre gente conservadora? Tal vez haya en el fondo un poco de las dos posibilidades, y cada cual, como espectador, escogerá la que más le interese. Sería un poco hipócrita atormentarse con semejante duda, porque la caracterización que hace Jon Cusack responde fielmente a la idea que la mayoría tenemos del norteamericano medio.

El actor consigue una de sus mejores actuaciones al meterse en la piel de un tipo corriente, un padre de familia que, cuando las cosas se ponen feas, sigue la táctica cobarde de la avestruz. En los EEUU, desde el 11-S, la llamada mayoría silenciosa ha estado escondiendo la cabeza y refugiándose en la confortabilidad de sus hogares, ahora amenazados por la crisis económica.

Su pusilánime personaje no es capaz de asimilar la realidad, que le golpea duramente a través de las consecuencias de la invasión de Irak, al igual que a tantos otros ciudadanos obligados a sufrir en retaguardia la pésima política exterior de sus gobernantes. El viaje de retorno a la infancia es la única vía escapista que encuentra este padre de hoy en día, y así pone rumbo a un parque de atracciones para proteger a sus hijas del dolor de la perdida materna en la guerra.

Sin embargo, no se trata de un objetivo claro, porque el viaje se convierte en la razón de ser de unas existencias en tránsito, que evitan llegar a ninguna parte concreta por la responsabilidad que tal decisión requiere.

El paisaje, como en toda película de carretera que se precie, es la sustancia misma del melodrama, hecho de lugares que quedan atrás y paradas en moteles solitarios pegados a la ruta de asfalto. La música de Clint Eastwood pone la emoción, el punto lacrimógeno a un cuento que no puede tener un final feliz, porque el camino se acaba al llegar a la orilla del mar.

Es imposible ocultar las malas noticias y retrasarlas no sirve de mucho, aunque la sociedad de consumo en la que vivimos sigue empeñada en alargar la edad de la inocencia, en postergar un final inevitable.