José Luis Orella Unzué Catedrático senior de Universidad
Origen fraudulento de la soberanía española
El pueblo de Madrid respondió en 1808 (ahora hace dos siglos) a la entrada de las tropas francesas, con el levantamiento popular del 2 de mayo, con Daoiz y Velarde como jefes militares, como decían los manuales de la época. Poco después se organizaron las Juntas Provinciales y la Junta Suprema Central, la cual se apropió de la sublevación popular y se constituyó en poder supremo y central de España, pasando por alto la legalidad de los reinos y coronas, lo mismo que de las restantes soberanías y regímenes forales de los que se constituía la unidad del reino.
Cuando esta Junta Suprema Central derivó en las Cortes de Cádiz, los miembros integrantes de las mismas cortes que no respondían legalmente a ninguna de las soberanías constituidas en el reino se apropiaron de la representación de un ente político, no existente antes de ese momento, como era el del pueblo español y, dando un golpe de estado ilegítimo e ilegal, afirmaron que correspondía a los representantes reunidos en aquel momento en las Cortes de Cádiz la soberanía de un único pueblo español suprimiendo las territorialidades soberanas y los reinos, que eran los depositarios de la integración de las tierras en una única corona de España.
Ahora, doscientos años después, estamos sufriendo las consecuencias de este golpe de estado por el que se constituyó fraudulentamente la soberanía de un pueblo español, ya que la legalidad y la legitimidad del reino de España se integraba por tierras, reinos, señoríos, soberanías, tanto peninsulares como las establecidas en Indias y en Asia.
El golpe de estado trajo como primera consecuencia la sublevación de las tierras americanas, que pronto y con las armas en la mano se proclamaron estados soberanos desgajados de una centralidad en la que ellas no habían participado.
Si los estados americanos llegaron a su independencia por la fuerza de las armas, las tierras vascas y navarras con el mismo objetivo se enfrascaron en las guerras carlistas. Cuando las perdieron se les dio una fórmula jurídica sibilina y mentirosa que se ha prodigado hasta nuestros días en la Constitución de 1978.
En aquel momento se les confirmaron los fueros vascos y navarros sin merma de la unidad constitucional de la monarquía. También en la adicional primera de la Constitución de 1978 se reconocieron los derechos históricos de los territorios forales, sin merma de la unidad constitucional.
La fórmula era tortuosa pero jurídicamente clara. Pero su ejecución humillaba el orgullo de las armas españolas. Se pedía la convocatoria de una reunión paritaria entre los representantes del estado y los de los territorios forales, para llegar a evaluar hasta dónde y cómo se extendían estos derechos forales o estos derechos históricos dentro de la unidad constitucional.
Pero los gobernantes de Estado español, desde Espartero a Zapatero, temerosos del encuentro político y jurídico con los nacionalistas, optaron por la negación práctica de la adicional primera de la Constitución y por la tramitación torticera de las competencias señaladas en los Estatutos, de modo que treinta años después no han querido cumplir la legalidad.
Zapatero y los demás jefes del Estado español se han comportado ante el derecho como rufianes, por no decir delincuentes, que se han amparado en la fuerza, aun militar, para no cumplir con la legalidad pactada tras las guerras carlistas y exigida por la Constitución vigente.
Ahora, cuando el lehendakari ha afirmado que llevará adelante las iniciativas legales, sociales y políticas pertinentes para obligar a Zapatero a cumplir la legalidad se le recuerda a este mismo que no ha tenido aliento suficiente: 1) para crear esa comisión mixta con representantes del Estado y de los responsables de los derechos históricos para llegar a un acomodo de los derechos históricos de los territorios forales a la Constitución; 2) para culminar el autogobierno vasco y navarro, transfiriendo las competencias que los estatutos afirman pertenecer a estas comunidades y que el gobierno central ha tenido treinta años cautivas.
Ante esta alevosía jurídica de Zapatero y de los restantes presidentes del gobierno desde la transición, el lehendakari se ha dirigido a los ciudadanos vascos y les ha pedido ejercer el derecho a decidir sobre qué hacer con sus antiguos fueros y sus reconocidos y constitucionales derechos históricos, ante la felonía del incumplimiento. Ibarretxe, con su legitimidad derivada del Estatuto de Gernika y de la adicional primera de la Constitución, reclama que se señalen unos plazos de concordia y ejecución de los derechos asignados en el estatuto y en la adicional constitucional.
No cae en la cuenta el editorialista interesado de «El País» que no sustituye el principio constitucional autonómico por el soberanista, porque en ambos textos se declara el origen primigenio de los derechos forales y de los derechos históricos.
Y entre los derechos forales estaba uno que era clave de bóveda del régimen que afirmaba que las decisiones judiciales y de gobierno que fueran contra los fueros se obedecían y no se cumplían. Y este derecho histórico y foral está reconocido, como todos los demás derechos, en la propia constitución del 1978. Por lo tanto, serán consecuentes con la Constitución aquellos vascos que obedezcan y no cumplan la decisión constitucional, si es contraria a sus derechos históricos.
Negar, por lo tanto, los derechos históricos de los territorios forales no sólo es una ataque a autonomía vasca y una suspensión de hecho de nuestro autogobierno político, sino que es un acto anticonstitucional que rompe el pacto por el que se fraguó la nación española tras las guerras carlistas y en la transición.