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Epifanía de la nueva dramaturga Ingrid Betancourt

Josu MONTERO

Periodista y escritor

Qué bella y emocionante estampa. Sarkozy besando a Ingrid Betancourt, y ahí detrás, aplaudiendo, conmovidos, Shakira y Bosé y Zapatero y Bruni, todos cantando y la muchedumbre dando palmas y todos los colombianos repartidos por el mundo con la lagrimilla asomando y también dando palmas, esos inmigrantes a los que Sarkozy y Zapatero y Europa toda quiere dar una patada en el culo, a todos salvo a los grandes narcos, que esos sí son legales y aportan su dinerito a nuestros bancos y a nuestras maltrechas economías. Y entonces esa otrora víctima -pero nunca paria precisamente- y hoy heroína iluminada por Dios y por la Virgencita toma la palabra: «Voy a escribir una obra de teatro para contar mi experiencia de tantos años cautiva en la selva», dice Ingrid y todos corean su nombre y ella añade: «Y es que si de algo no tengo duda es de que estoy del lado de los buenos». Y entoces la muchedumbre salta al unísono mostrando sus blancas e inocentes manos, y Sarkozy es el que más salta y Berlusconi y Bush y Putin, todos con sus blancas manos, emocionados, hermanados contra esa cruel cuadrilla de malignos terroristas selváticos.

Y seguimos en la France porque mañana finaliza el Festival de Teatro de Aviñón, la edición número 62, en la que han participado más de 800 compañías. Se han producido acontecimientos como el estreno de la ambiciosa versión teatral de nada más y nada menos que la dantesca «Divina Comedia» a cargo del director italiano Romeo Castellucci y su compañía Societá Rafaele Sanzio, cuyas tres partes -Infierno, Purgatorio y Paraíso- se han representado en tres espacios diferentes y ninguno de ellos nada teatrales.

En su espectáculo «Atropa» el director flamenco Guy Cassiers planteó sin pelos en la lengua una reflexión sobre el poder en clave de opereta-teatro donde mezcla textos de autores clásicos como Esquilo y Eurípides con los de nuestros grandes autores contemporáneos: Bush o Rumsfeld. También se ha podido ver en Aviñón «Le partage du midi», una pieza semioculta y bastante escabrosa del católico escritor francés Paul Claudel -el caritativo hermano de Camille-. Una de las particularidades de la pieza es que carece de director; han sido sus cinco actores quienes se han encargado de autodirigirse, procedimiento habitual en el teatro hasta las primeras décadas del pasado siglo. Y este gesto es bastante más que meramente anecdótico, responde a una clara toma de postura; uno de los actores de la obra declaró: «Hoy al director se le concede una situación hegemónica y es el que se encarga de tomar todas las decisiones. Esa centralidad tiene también que ver con un cierto funcionamiento de las instituciones culturales». Vamos, una manera educada de decir que en el teatro y en el ecosistema cultural rige la dictadura de las vedettes, o casi lo que es peor, de los tecnócratas.

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