Pablo Antoñana Escrito
Agosto
El autor dirige su mirada hacia el gris paisaje actual, que hipoteca viviendas y agosta futuros. Con su habitual estilo, describe desde un realismo sin miramientos una coyuntura en la que «aturde la mordedura del paro y el dinero miedoso se esconde». Repara en el drama de la inmigración, cuando habla de «esos negros que, agotados por la sed, tienen al océano por cementerio». Y habla igualmente de corrupción, de especulación, de conculcación de derechos... de ese «mundo al revés» que es «una interrogación siniestra, sin respuesta alguna».
En este agosto lleno de inquietud, quienes administran nuestra felicidad nos dan cada día noticias desgraciadas, y las recibimos con la resignación del mismo día que vimos la luz por primera vez, la que se nos obligó a aceptar para poder caminar por el viaje de la vida. Cada día un susto, una caída, un sobresalto, como si la cosa no tuviese remedio, o se quisiese aliviar con el discurso florido, la predicación cautivadora, pura palabrería manejada con destreza por los que se otorgaron a sí mismos el procurarnos pedacitos de dicha, «nuestro bien». El acoso del negro porvenir que se aproxima lo atribuyen a la globalización, ciega fuerza mayor como el fuego, el viento o el agua y discuten si el nubarrón es «crisis», «desaceleración» o «estancamiento», pero qué más da. Mientras, aturde la mordedura del paro, el dinero miedoso se esconde, los bancos ayer generosos, hoy esquivos, aparece el expediente de embargo y el ejecutor cobratorio implacable (el viejo «portero» de nuestras antiguas leyes), la corrupción de los electoreros ansiosos de figurar en «la lista», la sustitución, de inmediato, de la «presunción de inocencia» a los detenidos del «entorno» por «la presunción de delito», anunciado en el mismo instante por los medios, antes de pasar por el juzgador.
Usan las palabras con muchos sentidos que siempre fueron propiedad de muy pocos, y con ellas disfrazan, ocultan, quieren apaciguar nuestra rabia, para someterla a doma o domesticación.
No entiendo nada, nada sé, aunque me lo expliquen los expertos en lenguaje esotérico, corre la voz de «ya se venía venir», cuando a toda prisa se convertían los campos en planchas de cemento, los árboles en edificios de cinco pisos, el cielo perdía pájaros, la tierra insectos, hierbas y lombrices. Advierte y culpa con autoridad Moneo hija, arquitecto también, a los del ladrillo el haber tenido como beneficios limpios el 130%, cuando ya pudo bastarles el 20%.
El capitalismo puro y duro, el de siempre, ofreció el cebo del dinero barato, tendieron las redes de pesca de las hipotecas que luego serían rica cosecha aunque forzados grilletes para la gente pobre, y con ello cubrirían los balances generosos de fin de año los bancos. Provechos que según la «escolástica tomista», la del «nacional catolicismo», la que nos enseñarían como precepto dogmático cuando mandaba «Francisco Franco, Caudillo de España por la Gracia de Dios», entrarían en la calificación de «préstamos leoninos». Es decir, castigados los réditos excesivos (decían mas del 5%) con pecado mortal. Y vinieron más y más estropicios, teorías de Keynes, de la escuela de Filadelfia, etcétera, que hemos de admitir a ojos ciegas, como lo inexorable de «doctores tiene la Santa Madre Iglesia que os sabrán responder», y a nosotros como consuelo nos toca «oír ver y callar», el «palo y tente tieso», y el voto.
Aún así todo, nos queda el alivio de saber que, para viajar por el caos de los números, se nos enseñó a leer de corrido, a juntar letras con esfuerzo, y así librarnos en algo de la condición heredada de hijos de cabrero, cavadores de sol a sol, labrantines adeudados, que componían aquella oscuridad del ochenta por ciento del grupo estadístico de «no firma por no saber, y lo hace por mano ajena».
Es que en tiempos fuimos cabreros, soldados rasos en guerras que no eran nuestras, frailes legos de religión hecha para pobres, ornamento en una sociedad en que la caridad reemplazaba a la justicia. Se nos daba todo hecho y agobiados por lo religioso, el trascendente Mas Allá, nos costaba comprender las leyes del juego, es decir la ley del mas fuerte, impuesta y dictada por señores jineteando caballos, obispos y generales, mirándose en espejos de cuerpo entero, con capillita de privilegio donde, reverentes, oían misa particular.
De lo que no estoy seguro es de si estamos mejor o peor, si sabemos o no entender e interpretar las sentencias judiciales, los informes médicos, las oscilaciones de la Bolsa y su porqué, las predicaciones de esos «picos de oro», que se empeñan en darnos todo comido y mascado, como pienso compuesto para descargo de nuestras entendederas, despreciando la autonomía debida para pensar y decidir por cuenta propia. Dudamos en lo más hondo, los hijos de cabrero, de viñador o de arriero sobre cuanto nos rodea, y ya algo es algo.
Pero al mismo tiempo repaso noticias atrasadas y sigo entendiendo nada. He conocido otros agostos en que no había tantas guerras, parecía que con la ONU habían acabado todas, pero se multiplicaron y reprodujeron como epidemia endémica, copia fiel del Medievo. No tenía tanto país el mapamundi, tanta frontera dibujada con pluma y cartabón, tanta disputa a resolver, no con flechas o piedras sino con armas sofisticadas, juguetes en manos de quien acababa de salir de la selva habitada por espíritus en los huecos de los árboles. Las suministraron, las suministran, las multinacionales judeo-cristianas ávidas del petróleo de Obiang, de las maderas de Níger, las esmeraldas de no sé qué país africano, la negritud expulsada por el hambre de tierras que ya eran suyas, desde que Javeh creó al hombre del barro, y a la mujer de una de sus costillas. Esos negros que, agotados por la sed, tienen al océano por cementerio.
Al hacer este exordio o cavilación, cualquiera sabe que transito por país y tiempo que ya no existe, no es el mío, y si me refugio en el pasado es porque me busco y a pedazos me encuentro en desparramadas cenizas, barco astillado. Y en este agosto, además de lo que se avecina, leo, oigo, me dicen, cosas que carecen de sentido, o si lo tienen es como si hubiesen sido recogidas en libro de sucesos imaginarios, difícil de creer por quien carezca de brújula orientadora en el descamino. Parece que la historia de los hombres, desde el principio de los tiempos, la hubiera escrito sin enmienda la misma mano, y su relato es igual a sí mismo, una repetición que de no estar amasada con sangre y muerte sería un sarcasmo.
Este «mundo al revés» es una interrogación siniestra, sin respuesta alguna, con la solemne declaración de los Derechos Humanos, papel mojado, los ofendidos y humillados, la espera que no llega, y mientras tanto vemos con escándalo la foto de los dos principales protagonistas, Bush y Benedicto XVI, dándose la mano, sonrientes. El uno, emperador indiscutido, cómplice al menos de la muerte de miles de humanos en las guerras declaradas y no declaradas, complacido en ser recibido por el Sumo Pontífice de la Catolicidad, que le elogia por la defensa y contribución al «progreso de los valores humanos», y en mérito le entrega la Orden de Cristo, que ya recibió en su día el Caudillo. Y de la visita queda la recomendación para remediar los males del mundo, «rezad, rezad».
Sé que poco o nada puedo hacer para aligerar el drama de los parados, los sin casa, los hipotecados, los jubilados, las viudas, los sin papeles ni derechos, víctimas del fantasma que llaman «recesión», «desaceleración», «enfriamiento» y en el horizonte «crisis». Como hijo de la guerra, la del 36, siento miedo de que aquel tiempo pueda volver, y diré con aquel abuelo que conocí y que al nacer cada nieto exclamaba: «ay, hijo, a qué mundo has venido, a qué mundo».