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Patxi Zamora Periodista

Sobre las consultas a la ciudadanía

Todos estos enredos de las falsas democracias (lo fue la orgánica y lo es la representativa) ponen de relieve la necesidad de articular espacios y herramientas de participación y control ciudadano

Alumbrada por el capitalismo, la llamada democracia representativa que domina el siglo XXI acarrea evidentes carencias. El control económico de la política y el control político de la justicia prostituyen el derecho a «elegir» y convierten las elecciones en actos de fe, con resultados predeterminados, dirigidos a mantener el estatus y la voluntad de quienes ostentan el Poder.

Los medios de comunicación son propiedad de bancos y multimillonarios, las campañas electorales sólo dejan espacio para los partidos tradicionales, financiados por los mismos, y votar cada cuatro años no supone más que el lavado de cara de un régimen, en lo esencial, totalitario. Ni siquiera cumplen con sus propias reglas, como se ha visto con el rechazo ciudadano de varios países a la Constitución Europea, pues ya han resuelto que serán sus parlamentarios quienes tomen la decisión final por encima de los resultados del referéndum.

Por eso defiendo la democracia participativa como propuesta imprescindible para cambiar el curso de los acontecimientos. Los beneficios de la participación ciudadana saltan a la vista: los representantes políticos trabajan con más información y con mayor legitimidad, se crean hábitos de conducta colectiva y aumenta la conciencia de ciudadanía.

Sin embargo, los poderes fácticos aprendieron, hace ya mucho, a desvirtuar estas pequeñas conquistas democráticas. En Estados Unidos funciona el sistema llamado de «iniciativa popular». Se reúnen las firmas necesarias, se refrenda (a la vez que se vota a los representantes) y, si se obtiene una mayoría de dos tercios y nadie apela al Tribunal Constitucional, se convierte en ley. El sistema funcionó entre 1910 y 1930 de manera ejemplar y sirvió para avanzar en algunas causas populares que se atascaban en el Congreso y Senado, pero aprendieron a manipularlo y han conseguido desactivar su potencialidad (con algunas excepciones como la Propuesta 215 que legalizó el uso de la marihuana para fines médicos, lo que supone una legalización sin restricciones en algunos condados).

Han saboteado la iniciativa popular convirtiendo las recogidas de firmas en un espectáculo demencial (marginados, enfermos, «sin techo» cobran 10 centavos por firma y lo mismo las recogen para una causa que para la contraria) y saturando de preguntas a los ciudadanos que acaban hartos y votando «no» por sistema. O existe una base social amplia para trabajar una consulta o se tiene el dinero para pagarla y el resultado es que, en los últimos años, la mayoría de las leyes sometidas a referéndum las han presentado asociaciones patronales o grupos ultra-religiosos.

En México, dos ONG, con el apoyo de buena parte de la izquierda, han llevado a cabo una consulta popular sobre la intención del gobierno de privatizar (de forma indirecta porque la Constitución mexicana lo prohíbe) Pemex, la compañía petrolera estatal. La mitad del presupuesto del país tiene su origen en los ingresos de esta empresa, de ahí la importancia de la auditoría ciudadana impulsada con el lema «la consulta va» y en la que han participado (sin la infraestructura ni el apoyo gubernamental) más de dos millones y medio de mexicanos, con un resultado contrario a la iniciativa privatizadora.

Sí han obtenido un éxito rotundo, a pesar de las presiones de gobiernos y medios de comunicación internacionales, las propuestas llevadas a consulta ciudadana por los gobiernos de Bolivia, Ecuador y Venezuela, ratificando a sus gobernantes, y a sus propuestas de cambios constitucionales, por abrumadoras mayorías desconocidas en Europa y Estados Unidos.

En Euskal Herria las experiencias de este tipo se han saldado con no pocos disgustos para los poderes establecidos. No obtuvieron éxito para dar el sí a la Constitución española, no se atrevieron a refrendar el Amejoramiento navarro y, pese al apoyo mayoritario de PNV, UPN y PSOE, el rechazo a la OTAN barrió en las cuatro provincias del sur. La consulta, llamada de Ibarretxe, fulminada por los tribunales españoles, fue planteada como una boutade y ha finalizado en humillación sin voluntad de respuesta. Las preguntas de la misma demandando el apoyo, por un lado para una solución dialogada y sin violencia, y por otro, para reafirmarse como sujeto de su propia soberanía, muestran la kafkiana situación del país.

Las respuestas son tan obvias, la negativa de los partidos e instituciones españolistas tan arrogante, el órdago de Ibarretxe tan falso, que lo único claro es que no se cuenta en absoluto con una ciudadanía que asiste triste y descreída al espectáculo. La prueba de la falsa vocación refrendataria nos la demuestran Ibarretxe y el PNV al haberse negado a consultar sobre la obra más cara jamás llevada a cabo en Euskal Herria, el Tren de Alta Velocidad. Información, debate y consulta parecen ser, en este caso, una demanda de «radicales».

Por otra parte, la solución al conflicto vasco también pasa por preguntar a la ciudadanía de forma clara y en igualdad de condiciones para que todas las expresiones políticas puedan defender sus propuestas. El compromiso sobre el respeto a los resultados es obvio, porque la solución está implícita en la máxima deportiva: «lo importante no es ganar, sino participar».

Todos estos enredos de las falsas democracias (lo fue la orgánica y lo es la representativa) ponen de relieve la necesidad de articular espacios y herramientas de participación y control ciudadano que mejoren este sistema, tan gráficamente definido por Galeano en su conocida fábula del restaurante, cuando el chef se dirige a los animales allí presentes para comunicarles que había llegado la democracia a su cocina. Pato, gallina, codorniz, conejo y demás compañeros no daban crédito. Sí, afirmaba el chef, «a partir de hoy cada uno de vosotros podrá elegir... con qué salsa será cocinado».

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