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Alfonso Sastre dramaturgo

Sobre la memoria histórica y la calavera de García Lorca (y III)

Se cierra con este artículo la serie que corresponde al texto de Alfonso Sastre que fue leído en Cortes, Nafarroa, el 1 de noviembre, en el Homenaje a los Fusilados por defender las ideas de Paz, Justicia y Libertad. El autor destapa las falsedades de la historia escrita desde el bando franquista, ejemplos que sostienen la necesidad de avanzar en el camino de la recuperación de la memoria histórica, porque, concluye, «fuera de la memoria la realidad nos encierra en un círculo vicioso».

Actualmente es una nueva falacia de la derecha posfranquista la crítica que se hace a los movimientos populares a favor de la memoria histórica e incluso a la débil y tardía legislación socialista al respecto, y también, en fin, a las iniciativas dudosamente sinceras del juez Garzón, por cuya persona y actividades yo siento un desdén rayano en el desprecio. Esa falacia consiste en que dicen que, si se quiere recordar lo que pasó, «hay que empezar por los crímenes cometidos en la zona roja»; y contra ella, es preciso decir que en la actualidad no hay que recordar lo que siempre ha estado presente en la memoria de esa derecha desde que en su día fue objeto de una llamada «Causa General» bajo la inspiración y la dirección del que fue «ministro de Justicia» del Gobierno de Franco Eduardo Aunós.

Yo mismo recuerdo que en mi adolescencia tuve en mis manos un grueso libro, prologado por dicho señor (¿sí?), en el que bajo ese título de «Causa General» se recogió abundante material y siniestro material sobre los «crímenes rojos», ilustrado con fotografías procedentes, por cierto, de los servicios republicanos de Justicia.

Digamos que este Eduardo Aunós se presentaba a sí mismo como escritor y músico, y yo no estoy muy seguro de que lo fuera (de ahí mi reciente «¿sí?»), como si él hubiera escrito sus libros y músicas, como una «Biografía de París» y unas canciones, pues me consta que se servía para «sus» obras de lo que en el argot literario se llama «negros», que le escribían «sus» obras. Yo conocí a uno de esos «negros», que me lo contó y cuyo nombre no deseo revelar ahora. Ante este ejemplo ético que fue Eduardo Aunós, están justificadas todas las reservas que se tengan en la lectura de la citada «Causa General», siendo así que él empezaba por mentir -ya que era evidentemente parcial- en el epígrafe de aquellas actuaciones de la «justicia española».

Cada vez que nos enfrentamos con temas de gran envergadura, y el de la memoria lo es, tanto si lo consideramos en general como una capacidad que en los seres humanos tiene caracteres particulares como en sus aspectos histórico-sociales, cada vez que esto ocurre, decimos, aparecen nociones contradictorias que nos avisan de que es cierto que vivimos «en un mundo dividido» (Weiss), entre unas minorías opresoras y unas mayorías oprimidas, y ello produce un corte en las nociones más comunes o generales -universalmente válidas para el viejo pensamiento metafísico-, y entonces resulta que la realidad es doble (dialéctica).

Por ello es legítimo un pensamiento que, guste o no guste, afirme, como nosotros hacemos, que hay amnistías malas y buenas; o que hay violencias malas y, al menos, menos malas. Está ahí la razón de que yo me declarara desde hace muchos años contra la idea de que toda violencia es igual, «venga de donde venga», y estuviera seguro de que no sólo es posible sino necesario distinguir la metralleta de Ernesto Che Guevara de las de los sicarios y los policías de los regímenes opresores; y así mismo de que es razonable hacer una afirmación que parece pintoresca: la de que se da una «metamorfosis de la pistola», cuando un arma como ésa pasa de las manos de un policía al servicio de la opresión a las de un militante revolucionario que lucha contra ese sistema opresivo. Por eso nunca, siendo pacifista, y dedicando lo mejor de mi obra a la paz y contra la guerra, nunca me he considerado «un pacifista a ultranza», aunque me reafirmo siempre en la idea de que la violencia, sea cual sea su índole, es indeseable.

Ahora estoy leyendo un libro sobre la lucha que realizaron los extranjeros en la Resistencia Francesa. En 1944 (yo tenía dieciocho años), leí en un periódico francés un artículo sobre aquel juicio contra «el ejército del crimen» que eran... veintitrés militantes de la Resistencia contra los ocupantes nazis de Francia; juicio que es el tema precisamente de este libro («El cartel rojo», de Philippe Ganier Raymond, Txalaparta, Tafalla 2008).

Para mí aquel artículo, que guardo y se titula «Los asesinos están ahí», firmado Jean Laserre (diario «La Gerbe»), fue la «inspiración» de mi primera obra dramática de gran formato (Prólogo patético). Michel Manouchian, Spartaco Fontano (Fontanot en este libro), Maurice Fingercwajg y sus compañeros recibieron trato de criminales y los fusilaron en febrero de aquel año, y yo me enteré -porque compré aquel periódico- a las pocas horas de consumarse aquel crimen legal; y así fue como ellos me acompañaron como si fueran unos ángeles que iluminaran los primeros pasos de mi juventud y de mi actividad poética. Nunca después pude olvidar un pasaje de aquel artículo que suscitó las angustias que me movieron a escribir la obra que he citado: «Es el ejército del crimen, su estrategia es la del terror: el acto como tal es gratuito, como dicen los anarquistas, pero crea desorden y miedo».

Entre tantos actos perdidos para la memoria de nuestros contemporáneos, aquel fusilamiento como criminales de unos soldados de la lucha contra el nazismo pervivió gracias a algunos hechos como una película francesa. Mi drama poco ha podido contribuir a ello al no haber sido estrenado (fue prohibido) y haber tenido poca difusión, incluso cuando lo editó Hiru en 1991. Aquella película hizo que el hilo de aquellos hechos trágicos no naufragara en la desmemoria que es cada vez más una forma actual de vivir.

Entre nosotros, sólo hace poco tiempo se ha tratado, a favor de la memoria, un episodio tan digno de ser recordado como el fusilamiento de aquellas menores («las trece rosas») en Madrid, y así ha sido como sólo algunos casos de un pasado inolvidable han sido recordados mientras que para las nuevas generaciones, según me dicen, son muchos los jóvenes para quienes la figura y los hechos del dictador Francisco Franco y sus cómplices y colaboradores es tan desconocida (que no olvidada, porque nunca supieron algo de ella), tanto o más que las de Fernando VII o Godoy.

Creo que el actual auge de la llamada «novela histórica» más que una ayuda a la memoria puede ser otro obstáculo, al ser movido todo ese fenómeno por intereses bastardos de carácter económico que, en consecuencia, pueden dar vía a las más burdas mistificaciones.

Una vez más diré que la actividad humana tiene una doble condición: es una «praxis» social (y ahí entra la Historia) y una «agonía», que tantas veces nos oculta, precisamente, lo que de histórico tienen nuestras vidas: lo que ellas tienen de participación en la Historia y de esperanzas en un futuro sólo posible si se parte de un conocimiento suficiente del pasado. Fuera de la memoria la realidad nos encierra en un círculo vicioso.

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