30 años de Constitución española
El estado no ganó pese a su carta magna marcada
Menos de un tercio de los vascos llamados a participar en aquel referéndum de 1978 avaló una Carta Magna hipotecada por los lastres del franquismo y las presiones militares. Tomando en cuenta que nadie que tenga menos de 51 años pudo votarla, encontrar hoy a un vasco del sur que metiera la papeleta del sí en la urna aquel 6 de diciembre es tarea muy difícil: apenas uno de cada diez lo hizo. Y es opinión unánime que aquello pasó en un contexto muy poco limpio.
Ramón SOLA
Si la Constitución española nunca tuvo el aval de la ciudadanía vasca, la distancia es todavía mayor conforme pasan los años y en la medida en que abominan de ella algunos de los que la admitieron entonces como mal menor. Como ocurriría ocho años después con el referéndum de la OTAN, el dictamen de la ciudadanía vasca no sólo fue muy diferente al del resto del Estado, sino que tampoco se atuvo miméticamente a las consignas de los partidos. El resultado fue concluyente: apenas un tercio de las vascas y vascos llamados a las urnas -o, mejor dicho, apremiados a dar el «sí» bajo amenaza de todo tipo de catástrofes- avaló el texto.
De las 1.913.980 personas censadas, sólo 661.412 la aprobaron, de modo que no llegaban siquiera a ser un tercio. El «no» fue empleado por una cantidad nada desdeñable: 203.995, es decir, más del 10% del electorado cuando en el conjunto del Estado (Euskal Herria incluida) sólo el 2% optó por esta fórmula. La mayor parte de los vascos de los cuatro herrialdes se abstuvo.
Para participar en aquellos comicios era necesario haber llegado a la mayoría de edad, fijada entonces en 21 años (la Constitución la rebajó a 18). Nadie que hoy tenga menos de 51 años la ha votado. Menos de uno de cada diez vascos de hoy dijo «sí» ese 6-D.
Hoy día, ni siquiera en la edulcorada historiografía oficial se oculta la evidencia de las presiones militares en la época, aunque se cuenten al modo en que lo hace Victoria Prego en ``Así se hizo la transición'': «La ultraderecha apeló constante y repetidamente a los militares para que asaltaran el poder civil y suplieran con las armas lo que el búnker no era capaz de conseguir con los votos: darle un vuelco al proceso político y regresar al tiempo del autoritarismo». A tenor de esta explicación, parecería que el Ejército no tomó partido públicamente, pero sí lo hizo, y al máximo nivel. Las palabras del general Gutiérrez Mellado ante el rey Juan Carlos I en la Pascua Militar de 1978 no podían ser más claras ni más concluyentes: «Señor, España es una y los españoles no vamos a tolerar que la rompan».
Esta sombra alargada planeó por todo el proceso y fue utilizada para tratar de censurar cualquier voz crítica. Ortzi recogió varias reacciones a la intervención en el Congreso en la que calificó la Constitución de inaceptable y reivindicó la independencia. Pérez-Llorca, uno de los siete «padres» de la Carta Magna, denunció a renglón seguido que «se han hecho afirmaciones no ya contrarias a la unidad, sino a la propia identidad y existencia de España como ente jurídico», en las que dijo ver «propósitos desestabilizadores» y «términos provocadores». Y Gregorio Peces-Barba, del PSOE y también coautor del texto, acusaría al abertzale de «dar importantes armas a la derecha».
El debate estaba condicionado a todos los niveles, y no sólo por amenazas veladas como la revuelta ultra de la Plaza de Oriente de noviembre de 1976, un año después de morir Franco, donde se gritó insistentemente «Ejército al poder». La matanza de abogados laboralistas en la calle Atocha de Madrid en enero de 1977, la llamada Operación Galaxia -un plan para secuestrar al Consejo de Ministros- de noviembre de 1978 o el posterior asalto al Congreso de febrero de 1981 fueron avisos concretos. Pero, pese a ellos, la Constitución no «coló» en Euskal Herria.
Lo escribía Xabier Arzalluz años después: «Eran los tiempos en que la calle hervía de radicalismo, de revolución y de ruptura». Ruptura era la palabra maldita para un Estado abierto sólo a admitir una reforma. Y dispuesto también a mostrarlo en la calle con toda la saña que fuera necesaria.
Mirado con distancia, se aprecia que Ejército y Policía atacaron a todos los sectores de la disidencia. Primero de todo a ETA, que mantuvo una intensísima acción armada en ese 1978 (ETA-m, ETA p-m y los Comandos Autónomos Autocapitalistas provocarían 75 víctimas mortales); ese mismo mes de diciembre murió en atentado José Miguel Beñaran, Argala. Al movimiento pro amnistía; como prueba, el desenlace sangriento de la semana pro amnistía de mayo de 1977. A las movilizaciones independentistas, frenadas con toda la parafernalia de helicópteros, pelotazos y perros adiestrados en las campas de Arazuri en el caso de la Marcha de la Libertad (agosto de 1977). Al movimiento obrero, con la matanza de cinco trabajadores en marzo de 1976 en Gasteiz. Incluso a expresiones políticas no controladas como el carlismo, frenado en seco con las dos muertes de Jurramendi en mayo de 1976. Y, en fin, a la sociedad en su conjunto, como se acreditó en el boicot policial a Sanfermines de 1978 y la represión posterior en toda Euskal Herria.
La «manifestación de las palomas» mostraría que el PNV abandonaba la fila de los golpeados por el régimen y cambiaba de acera. El 28 de octubre, en Bilbo, a apenas cinco semanas del referéndum de la Constitución, tomó por primera vez una pancarta contra ETA mientras «los grises» cargaban contra la izquierda abertzale muy cerca de allí.
La opción de un frente abertzale único ante la Constitución se había difuminado, en realidad, un año antes en las conversaciones de Txiberta. Telesforo de Monzón logró sentar allí a todos los sectores del nacionalismo vasco: ETA-m y ETA-pm, PNV, ANV, EKA, ESEI, EHAS, LAI-Bai o el Grupo de Alcaldes. El primer reto era conformar una acción conjunta ante las elecciones estatales, pero el PNV ya había tomado partido y estaba decidido a concurrir. Al no haber consenso, se abrieron dos vías divergentes: la liderada por el PNV, justificada en el «posibilismo» y la participación en la reforma, y la de la izquierda abertzale, basada en ruptura y derecho de autodeterminación. Ante el dilema concreto de la Constitución, la primera derivó en la abstención y la segunda, en el no.
30 años después, las dos partes ni siquiera se ponen de acuerdo en valorar y contar Txiberta. Mientras el «nacionalismo institucional» le concede poca importancia, la izquierda abertzale lo sitúa como punto de infle- xión de consecuencias trágicas. José Miguel Beñaran, Argala, puso allí una pistola sobre la mesa simbolizando que ETA dejaría las armas si había unidad de acción, pero el PNV lo difunde como un signo de amenaza.
Tres voces muy diferentes prueban que la separación territorial de Euskal Herria se hizo también manu militari. Xabier Arzalluz recuerda que un influyente ex dirigente de UCD se lo confesó un día a Iñaki Anasagasti en el Congreso: «Le contó que en el asunto de Nafarroa eran los militares los que se habían cerrado en banda. Que dijeron que no podía ser que Nafarroa se sumara a las tres provincias porque entonces el País Vasco tendría una entidad territorial importante, que contaría con más de 200 kilómetros de frontera con Francia y que, además, la agricultura navarra serviría de granero de Euskadi, todo lo cual nos confería una entidad territorial y económica suficiente como para formar un Estado separado».
Esta versión es totalmente coherente con declaraciones públicas hechas en la época por un altísimo mando militar y por el fundador de UPN, recogidas por Floren Aoiz en ``El jarrón roto''. El general José Sáenz de Santamaría sentenciaría que «ni Navarra es Euskadi ni los navarros quieren ser vascos. ETA busca en Navarra el territorio y la despensa». Y Jesús Aizpún daría por seguro también que el Ejército y el rey no se iban a desentender ante una eventual reunificación territorial de Euskal Herria. Por si quedaran dudas de este criterio, el líder de UPN reivindicaría más tarde en Madrid que «Navarra es la salvaguarda de la unidad de España».
Pero no sería tanto la amenaza militar como la indiferencia de PSOE o PNV -teóricamente partidarios de la unidad vasca- la que permitió que la partición echara a andar por la vía de hecho. La Constitución se limitó a establecer para Nafarroa la opción de «incorporarse» a la recién creada CAV. El criterio se impuso en Madrid, sin votación alguna. Y ni siquiera el Amejoramiento posterior sería llevado a las urnas, por si acaso.
La ruptura con la izquierda abertzale fue paralela al encuentro del PNV con el PSE, con el que conformó incluso candidaturas conjuntas al Senado en aquellas primeras elecciones de 1977 (el llamado «Frente Autonómico»). Y en las conversaciones de pasillos del debate preconstitucional se fue perfilando la futura autonomía que iban a gestionar los dos partidos, en algunas fases de modo conjunto. El primer paso fue la creación del Consejo General Vasco. El PNV ni siquiera esperó a que la Constitución que regulaba el llamado Estado de las Autonomías fuera aprobada, y ya en noviembre de 1978 designó a sus representantes en la comisión que iba a elaborar el Estatuto de Gernika.
Casi todos los protagonistas de aquella maniobra admiten ahora que su posición tibia ante la Constitución tiene que ver con el compromiso de cesión de ese Estatuto. Y casi todos admiten también que éste se ha quedado muy corto para las aspiraciones vascas, además de haber sido cercenado desde Madrid. Sin embargo, el último intento de elaborar un nuevo Estatuto desde el Parlamento de Gasteiz se estrelló en 2005 tanto con el Congreso como con la Constitución.