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Víctor Moreno Escritor y profesor

La violencia de la sociedad literaria

A través de una serie de ejemplos muy reveladores, con nombres y apellidos, el autor denuncia las prácticas de lo que llama «sociedad literaria». Compuesta por escritores, editores, críticos, catedráticos... estrechamente vinculados con el poder, esta casta se constituye en influyente grupo de presión de apariencia intelectual «que hace y deshace en función de sus intereses económicos». Y en este hacer y deshacer, añade Moreno, «ejercen una violencia verbal y escrita que ni siquiera ocultan».

Es difícil escribir sobre lo que se ha dado en llamar «sociedad literaria». Lo habitual es referirse a ella como si tuviese un depósito legal, una organización y hasta un domicilio. El hecho de que no se pueda delimitar físicamente es un problema. Lo mismo sucede con su homónimo paralelo: «institución literaria», que sirve para referirse a la crítica y a la literatura. Si alguien deseara formar parte de dichas entidades, lo tendría difícil. No sabría a quién dirigir su instancia. Así, pues, estamos ante una entidad que, aunque quisiera desaparecer, no sabría hacerlo, porque ignora cómo se ha formado.

Lo más perverso del asunto es que, tratándose de una institución fantasma, sin estatutos fundacionales ni organizativos, algunos escritores y críticos se sienten, no sólo sus miembros más ilustres, sino, también, dueños de su funcionamiento. Hasta deciden quiénes forman parte de ella, y quiénes no. Parodiando el principio de Arquímedes, algunos de ellos ocupan un espacio que no les corresponde desalojando a otras personas, con mucho mayor peso e importancia intelectual.

A veces, se dice que está formada por personas que integran el establishment literario: ciertos catedráticos, profesores, críticos, ensayistas, escritores y editores. Una suerte de cabildo que, merced a distintos conductos exógenos a la propia literatura, a veces, más de la cuenta, se reproduce, como en la mafia, de modo endogámico. Nadie sabe cómo acceder a esta institución, pero quienes están dentro dictan sentencia acerca del estado actual de la literatura y del canon novelesco. Deciden quién es quién en la historia de la literatura más reciente, y, por supuesto, establecen cuál es la verdadera y legítima crítica. Y no hablemos de todo lo referente a los premios nacionales de cualquier naturaleza. Siempre están los mismos otorgándolos graciosamente.

Son un grupo de presión, una camarilla o pipero de amigüitos o, si se quiere más empaque terminológico, un lobby, que hace y deshace en función de sus intereses económicos. Y en este hacer y deshacer, ejercen una violencia verbal y escrita que ni siquiera ocultan. Lo mismo que el ninguneo. Lo decía en plan chulapo un conocido filósofo refiriéndose a uno de los lobby más significativos: ««El País» no refleja la realidad, la crea».

Aquéllos, desde hace décadas, viven apesebrados en el periódico citado, han hecho un daño terrible a la normalización de la pluralidad intelectual, y, muy en especial, a la salud de la literatura de este país. Escribir en dicho papel, pertenecer a la cuadra de Prisa y editar en Alfaguara lo consideran como bula para decidir quién es quién en cualquier ámbito de la realidad analizada: ética, literaria, política y social. Y a quienes consideran «los otros», porque ellos, naturalmente, son los «Hunos», que decía Unamuno, los machacan sin contemplación alguna.

¿Ejemplos? Demasiados. He aquí varios.

Vicente Molina Foix, en un artículo titulado «Caza de Brujas Vasca», exigía que ningún medio periodístico diera espacio alguno al dramaturgo Alfonso Sastre -«escritor cómplice», lo calificaba-, privándosele, incluso, de cualquier premio que tuviera relación con el teatro (22-7-1998).

El segundo ejemplo es del año 2000. La «Fiera literaria» es un libelo que pone a caldo a casi todos los escritores de Prisa, de Alfaguara y premiados por el corrupto Planeta. En los meses de diciembre de 1999 y enero de 2000, se insertó dicho libelo en el periódico «La Razón», lo que, además de su evidente retranca, tenía su morbo. Y hubiera seguido publicándose, de no ser por la «tolerante» intervención de escritores como Elvira Lindo que, desde las páginas polancustrianas, escribía mensajes de este jaez: «Luis María, si un día me atacaran tus muchachos, que ya no tienen a bien estampar sus nombres, te tendría que echar a ti las culpas, Luis María. Y qué lástima de amistad desperdiciada (...). Luis María recapacita». Anson recapacitó. Es decir, se achantó, y el libelo salió del cubil de «La Razón».

El tercer ejemplo es de 2008. Savater contaba que hace años bosquejó la posibilidad de un espectáculo teatral basado en el último día de una víctima de ETA. «Se compondría de una serie de monólogos de quienes le rodeaban (familiares, amigos, adversarios, comerciantes, compañeros de trabajo y el propio asesino) escritos por una serie de escritores vascos: Juaristi, Guerra Garrido, Aramburu, quizás yo mismo... Cualquiera menos Sastre» (20-5-2008).

Comprensible. La presencia de Sastre hubiera eclipsado a cualquiera de esos escritores. Pero, sobre todo, habría dejado la escritura teatral del propio Savater al nivel de la herradura de un potrillo.

Ultimo ejemplo. Luis García Montero acusó a su compañero de universidad (Granada), José Antonio Fortes, de enseñar a sus alumnos que «Lorca es un escritor fascista». Además, lo caracterizó como «oscuro profesor revisionista» (el izquierdista, obviamente, era el propio García Montero). Pero quien haya leído a este profesor marxista sabe que éste nunca dijo tal cosa. Lo que Fortes dice es que el populismo lorquiano sí contribuyó a la formación de una ideología necesaria para el fascismo. Discutible como teoría, por supuesto. Pero, por si sirve, recuérdese que Machado ya decía que «el pueblo de Lorca nunca será el pueblo que canta «La Internacional»».

Se podrán discutir las tesis de Fortes. Faltaría más. Pero lo que resulta inmoral es que García Montero traslade una rivalidad literaria personal a un ámbito público -«El País», edición granadina-, donde ataca y no recibe, a cambio, respuesta alguna. Y no, porque no la haya. Sino porque el periódico, traicionando los más elementales principios deontológicos, no reproduce ni las réplicas de Fortes, ni las de todos los que le apoyan, entre ellos, ¡qué casualidad!, sus propios alumnos.

La verdad es que esta gente no llega ni a liberal. Al menos, según lo que por liberal entendía John Stuart Mill, en su libro «Sobre la libertad»: «Si toda la humanidad, menos una persona, fuera de la misma opinión, y esta persona sostuviera la opinión contraria, la humanidad sería tan injusta impidiendo que hablase como lo sería ella misma si teniendo poder bastante impidiera a la humanidad (...). Nunca podemos estar seguros de que la opinión que tratamos de ocultar sea falsa y, si lo estuviéramos, ocultarla sería también un mal».

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