Antonio Alvarez-Solís periodista
Libertad para la servidumbre
La anunciada persecución de la plataforma D3M, síntoma y consecuencia de la supresión de la libertad de pensamiento, es el punto de partida de la reflexión de Alvarez-Solís acerca de la secular negativa de España a todo cambio y «a convertir su Estado en un marco válido de alojamiento para las naciones peninsulares que no son españolas».
No sé en que acabará la persecución contra D3M, pero produce una espesa repugnancia esa práctica del acoso. La supresión de la libertad de pensamiento destruye el ser, que se realiza en el acto de pensar. No es posible hablar de libertad o democracia si un solo pensamiento queda sin comunicar. Hasta los místicos, esos seres que parecen enclaustrados en sí mismos, necesitan transmitir sus arrobos y sus ansias interiores. Sin sabernos en los demás, no somos. El ser humano se perfecciona por el pensamiento comunicado.
He creído siempre que la tarea esencial del gobernante estriba en admitir, más aún, en estimular, todo tipo de pensamiento moral y político. Facilitar la circulación de las ideas equivale a elevar la calidad de la vida colectiva. En España quizá esto que digo sea poco entendible, pues la postura española ante las ideas siempre es de desconfianza. El español vive en la incomunicación. Esto le impidió todo progresismo ideológico, científico y económico. El «que inventen ellos» de Unamuno restó creatividad a los individuos, hasta el punto de convertir a los españoles en seres incapaces para la Filosofía, que se sustituyó por una tentativa de estética epidérmica, barroca, enrevesada y vacía. El resultado es un país anclado, incapaz de toda navegación intelectual.
Piensa en todo ello el Gobierno actual, ya que los anteriores no lo hicieron? Desde luego, la cacareada socialdemocracia parece reducirse a juegos verbales que se disuelven en mil gestos reaccionarios. La prueba del algodón de lo que afirmo está hoy en la postura de Madrid sobre Euskadi. Euskadi no molesta gran cosa, creo yo, porque acontezcan en él ciertas violentas. Euskadi incomoda porque es un horno de pensamiento político y social. El soberanismo vasco -muy superior hoy al catalán- supone la ruptura con un Estado muñido por poderes inmóviles. Un Estado no sólo inconveniente, sino corruptor de cualquier movimiento democrático. Pensar Euskadi en ese Estado equivale a entregarlo ahora al dominio socialista y a perder para la sociedad la fuerza renovadora que representa el soberanismo vasco. Esta absorción, que trata de camuflarse inútilmente con el concepto abstruso de plurinacionalidad, obliga a España a realizar unas absurdas maniobras intelectuales para atraer a ciertos vascos con quiebros que a la postre se convierten en imposibles, ya que no surgen de una auténtica biología ideológica. Si algo delata al PSE como un partido incapaz de verdadera vasquidad es el elemental juego para incardinar la realidad euskaldun en la unidad española. Esa pretendida unidad en torno al nacionalismo español, vistiéndola de pluralidad nacional, ha teñido siempre de reaccionarismo a la sociedad española. La prueba de esta aseveración está en que el Estado español -que siempre fue un Estado de la Corona- se opuso en todo momento y con una furia ciega a todo cambio, y no hablemos ya a una revolución. Así se estrangularon los prometedores intentos nacionales de catalanes, gallegos, valencianos y vascos. España nunca consintió convertir su Estado en un marco válido de alojamiento para las naciones peninsulares que no son españolas. Los mismos brotes primeros de burguesismo, que se dieron en la Andalucía comercial de finales del siglo XVIII, burguesía que pretendía ser puente entre las posesiones americanas y la España interior, fueron asfixiados mediante diversos expedientes. Andalucía se contrajo consecuentemente sobre sí misma y acabó reducida a la voluntad cerealista de su aristocracia ocupante, que nunca dejó de ser castellanista. Solamente los vinateros importados lograron abrir una inútil ventana hacia el exterior. Se los tragó el andalucismo de atrezo.
Sucesivamente han ido cayendo formaciones políticas, desde Batasuna hasta los últimos intentos partidarios. Los vascos de nacionalismo soberanista o sus adyacentes -me pregunto de nuevo qué es un nacionalismo no soberanista- siguen, empero, reapareciendo en el guiñol con sucesivas figuras que reciben el clásico palo del maléfico muñeco pseudo-jacobino apenas aparecen en escena. Cavilo, a la vista de todo esto, si no se fomenta con tozudez la ira vasca, ya que la represión no sólo encalabrina a los radicales, sino a todo vasco que ve despreciada su nación. Hay que ser muy frívolo para no sentirse afectado por esa onda expansiva de la bomba españolista. Es más, esa onda expansiva alcanza y hiere a los contados españoles que creen verdaderamente en el papel vasco para reponer la libertad y sanear eficazmente la democracia.
Al pie de unas nuevas elecciones vuelvo a reflexionar acerca del papel del Partido Socialista de Euskadi en la consulta. ¿Para qué quiere ese partido llegar a la Lehendakaritza? Evidentemente para fabricar una política antinacionalista desde las instituciones vascas y entregar una vez más a la nación euskaldun a Madrid tras darle en la mejilla un beso pérfido. Al respecto me sorprende que en barrios obreros de algunas ciudades asomadas a la ría se mantenga vivo el voto socialista, que ya fue envenenado de españolismo por Indalecio Prieto en su día. Si realmente esos votantes se complacen en su vida vasca, como vida superior a la rígida y lamentable vida española, incurren en una contradicción muy difícil de explicar desde una lógica elemental. Euskadi, aunque con todos los tristes revoltijos nacionalistas que se dan en su seno, ha logrado cotas sociales más confortables que aquellas en que viven Extremadura, Castilla, La Mancha o Andalucía -y no desconozco las censurables desigualdades sociales vascas- merced a una cierta capacidad de autogobierno, desde luego más social que política. Los vascos siempre han practicado algún tipo de soberanismo en el terreno económico y cultural, aunque fuera en condiciones de opresión y aún de violencia por parte del poder central de España. Ha sido un soberanismo que Madrid ha tratado de ahogar reiteradamente con escandalosas armas administrativas, policiales y judiciales, incluso calificando cínicamente de asistencia al terrorismo concretas acciones de política abierta.
España teme que se descosa en su vestido estatal el débil hilván vasco y que por ahí empiece la desnudez de la oscura realidad española. A veces rueda mi pensamiento preocupadamente por la ladera peligrosa que algunas políticas de verdadera izquierda social bordean con un extraño reparo a herir al Estado español. Lenin -y valga la cita sobre todo para los comunistas que tropezaron con la piedra del eurocomunismo- postuló con absoluta claridad que se debía «vincular la lucha revolucionaria por el socialismo con un programa revolucionario en cuanto al problema nacional», advirtiendo a continuación de que «queremos la unión libre y debemos, en consecuencia, reconocer la libertad de separarse». Cada pueblo ha de protagonizar su existencia histórica -económica, social y cultural- desde su hecho nacional. La época va demostrando que el sueño en grandes espacios políticos -como es el enredo de la globalización- ayuda a los poderes oligárquicos y no a la lucha de los trabajadores, que precisan un escenario más reducido como es el auténticamente nacional. El internacionalismo socialista requiere escenarios más dominables. El comunista precisa apoyarse en su propia nación a fin de entenderse digna y sólidamente con las otras naciones y los demás comunistas. Todo lo que postule un centralismo estatal basado en cerrojos no puede alimentar ningún movimiento que conduzca a la paz propia del colectivismo. En el seno de los estados actuales -pura fórmula de policía- lo que se entiende por libertad no es más que una reducción a la servidumbre. A partir de ahí que cada cual lea como le parezca su libro de horas.