Félix Placer Ugarte Profesor en la facultad de teología de Gasteiz
Una convocatoria histórica
Con motivo del 50 aniversario de la convocatoria del Concilio Vaticano II, Félix Placer recuerda el cambio que éste supuso en la Iglesia católica tras haber reunido a los obispos de todo el mundo, portavoces de muy diversas culturas y realidades. Así mismo, constata la dificultad de que aquel aggiornamento calara en parte de la jerarquía eclesiástica y la involución que los sectores más conservadores llevaron a cabo.
Hace 50 años, el 25 de enero de 1959, Juan XXIII sorprendía a la Iglesia con la propuesta de un concilio ecuménico. Se iba a denominar, por expreso deseo suyo, Vaticano II, recordando el anterior Vaticano I (1869-1870) interrumpido por la guerra franco-alemana. Pero su propósito no era continuar su línea conservadora y de actitudes defensivas ante la modernidad. Proponía algo muy diferente. Había sido elegido Papa hacía sólo tres meses. Hijo de labradores, hombre sencillo, afable, cercano y de fino sentido del humor, de amplia experiencia pastoral y diplomática en países como Rumania, Turquía, Grecia, Francia, patriarca de Venecia, presentaba con «temblor y conmoción» su personal iniciativa de reunir en asamblea a todos los obispos del mundo, en una época y contexto difíciles y complejos social, cultural y políticamente: Guerra Fría, muro de Berlín, guerra de Argelia, final de los colonialismos, guerra de Corea, Vietnam, dictadura franquista, liberación de Cuba... así como un creciente desarrollo industrial, nuevas corrientes culturales y una Iglesia estancada en actitudes y relaciones, sobre la que pesaba el largo y polémico pontificado de Pío XII.
Dada su avanzada edad -77 años-, fue elegido como Papa de transición y ciertamente lo fue, pero en un sentido muy diferente al que esperaban sus electores. Propuso un paso decisivo para la Iglesia: una puesta al día (aggiornamento), apertura al diálogo con los hermanos separados, una visión esperanzada del mundo moderno y de sus signos de los tiempos, una Iglesia de los pobres.
Pero no iba a ser sencillo. El inesperado anuncio en la basílica romana de San Pablo, ante un reducido número de cardenales, no dejó pasiva a la Curia vaticana ni a sus dirigentes, que deseaban mantener y reforzar los vínculos conservadores de su predecesor. Con aquella iniciativa peligraba lo que durante largos siglos había sido la poderosa cristiandad, y rápidamente entraron en acción, tratando de diseñar y controlar desde su preparación el nuevo Concilio para orientarlo a su modo y manera, en manos de un grupo restringido, conservador, romanocéntrico.
En la primera sesión conciliar (octubre 1962), presentaron sus esquemas de trabajo, continuistas con el anterior Concilio. Y aquí se dio la primera sorpresa. Fueron rechazados por la gran mayoría de los Padres conciliares.
¿Qué ocurría? Aquella asamblea universal había reunido a 2.400 obispos de todos los continentes. A pesar de una mayoría europea, otras culturas estaban presentes. El lenguaje y contenidos de los esquemas propuestos no servían ni se entendían en otros lugares. Además, un renovado aire teológico había penetrado en el aula conciliar. Teólogos que hasta aquel tiempo habían sido censurados o controlados como sospechosos (Congar, Chenu, De Lubac, Rahner, Schillebeeckx y otros) eran invitados como consultores en el Concilio. Abiertos a las plurales corrientes de un mundo plural y en profundo cambio, ofrecían nuevas líneas de pensamiento teológico y de acción pastoral. Obispos y teólogos del Tercer Mundo hacían oír el clamor de los pobres en un mundo de desigualdades e injusticias donde la mayor parte de la humanidad subsistía marginada por los países ricos y poderosos.
Por su parte, el mismo Juan XXIII alentaba el acercamiento de la Iglesia a la problemática social. Un año antes de la inauguración del Concilio publicó una encíclica titulada «Mater et Magistra», dirigida «a todos los trabajadores del mundo». Con avanzadas propuestas sociales, abogaba por la socialización, por la presencia activa de los obreros en la empresa y vida pública, defendía la función social de la propiedad privada, la regulación de los intereses, la tutela de los precios, la justicia entre la naciones...
Fruto de este pensamiento nuevo y de la sensibilidad ante el mundo de quienes poco a poco fueron tomando las riendas del Concilio, apoyados por Juan XXIII y luego por Pablo VI, su sucesor tras su muerte en junio de 1963, en pleno desarrollo de la asamblea, el modelo de Iglesia adquirió una nueva fisonomía. Se autodefinía como «pueblo de Dios». Ofrecía su servicio y colaboración al mundo desde una relación de diálogo y compromiso «con sus gozos y esperanzas, con sus tristezas y angustias, sobre todo, con los pobres», como afirmaba su Constitución pastoral, última aprobada el día anterior a la solemne clausura del Concilio, el 8 de diciembre de 1965, en la plaza de San Pedro.
El trabajo de aquella asamblea abrió expectativas nuevas. El sueño de Juan XXIII se había plasmado en líneas conciliares renovadoras que ofrecían, dentro de sus límites, amplias posibilidades de cambio eclesial. Sus conclusiones no defraudaron. Pero el Concilio no era el término de un proceso, sino un punto de partida. El desafío comenzaba ahora ¿Cómo iba a ser recibido y aplicado el Concilio?
Al entusiasmo inicial ante los horizontes abiertos, que parecían dejar atrás el largo periodo de la cristiandad y su pesado lastre, siguió una involución eclesiástica promovida por parte del amplio sector conservador cuya poderosa influencia se mantenía en los ámbitos eclesiásticos. Pablo VI encontraba muchos obstáculos para aplicar con eficacia lo que el concilio había aprobado y los primeros sínodos posconciliares alentaron.
Más tarde Juan Pablo II, en su ambivalente pontificado, retrocedería hacia posturas conservadoras y con J. Ratzinger, hoy Benedicto XVI, se imponía un estricto control teológico. Sus nombramientos episcopales se inclinaban hacia hombres afines al Opus Dei y tendencias restauracionistas. Hans Küng llegaba a hablar de «traición al Concilio», y Karl Rahner de «retirada a los cuarteles de invierno» huyendo de la primavera conciliar. El miedo y la desconfianza dominaban, a pesar de voces proféticas de obispos como Helder Cámara o Casaldaliga, de los teólogos y teólogas de la liberación, de mujeres y hombres de la Iglesia de base.
Hoy día, a los 50 años de aquel anuncio innovador de Juan XXIII, domina la decepción constatada de retroceso en la Iglesia. Confrontada a los graves y profundos desafíos de la laicidad, de la globalización neoliberal, de la democracia y derechos humanos conculcados (e incumplidos dentro de ella misma), en un mundo en crisis enfrentado por injusticias económicas, políticas, ecológicas, donde los países más pobres aumentan, una Iglesia involutiva no es capaz de ofrecer audaces respuestas humanizadoras.
Hemos llegado a tal punto que varios obispos y un amplio movimiento desde la base piden un nuevo proceso conciliar en diálogo con otras religiones, participativo, mundial. Pero, por ahora, no parece probable que desde la cúpula eclesial nazcan iniciativas con la inspiración profética y audaz de aquella convocatoria conciliar.