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Javier Sádaba (*) Filósofo

Votar, no votar

Las votaciones se han convertido en ritos que perpetúan el poder, dan un cheque en blanco, no favorecen la participación en la vida común y, al final, hacen que siga la noria dando vueltas sin que nada realmente cambie. Pero de ahí no se sigue que me puedan quitar mi derecho a votar

Yo no invitaría a votar a nadie; mejor sería quedarse en casa el día de la votación y que el resto del tiempo nos dediquemos a cambiar cotidianamente el barrio o la ciudad. Ocasiones no faltan. De ahí lo deseable de un compromiso más propio de animales políticos y no una pseudogestión política vacía y sometida, y llena de mala esgrima. Es curioso, y son ejemplos cercanos, cómo se puede vivir de criticar, destrozar o minimizar al contrario; naturalmente a bajo costo y sin gran esfuerzo intelectual. Es el caso de los que agotan sus energías metiéndose, como si del único problema se tratara, con el PP. Al grito de que viene la derecha, todo vale. Habría que defender a la izquierda, nos dicen, por muchos que fueran sus defectos. Por cierto, me imagino que cuando hablan de izquierda lo harán de broma. Y más por cierto aún, a los que se ponen la medalla izquierdista rara vez los encuentra uno allí donde quema el ser de izquierdas de verdad y no de etiqueta. Serán monárquicos por ser republicanos, defenderán la autodeterminación del país más lejano, pero no se mojarán una uña por lo que pidan, es otro ejemplo, en Euskadi. Gritarán a favor de la escuela pública, pero mandarán a sus hijos a la privada. Estarán dispuestos a condenar, cosa que me parece muy bien, a Aznar por habernos engañado con el truco de las armas de destrucción masiva, pero no se fijarán en Solana o en tantos más de la misma banda. Y ni una palabra, claro está, sobre la barbarie de Afganistán. Los casos son tantos que da pereza seguir con ellos. Los argumentos, además, los convierten en chantaje. Y es que no se debería votar a X porque viene el lobo si antes no nos aseguramos de que X es otra especie de lobo o que, a la larga, el lobo que venga será más feroz. Y, encima, sus argumentos son falaces. Como nos enseñó un renombrado filósofo, aunque el razonamiento es de sentido común, yo no soy bueno porque el otro es malo. Se trata de una forma mezquina de ser bueno. Al final, en este juego en el que cada uno sirve a su tribu, lo que desaparece es el intento por embarcarse en la noria que deja todo igual, mientras los partidos se reparten el poder. La visión alternativa, crítica y autocrítica, que ponga patas arriba el engaño que proviene de un mundo dominado por el rostro del dinero, se desvanece. Un último pseudoargumento suele ser que siempre hay diferencias entre los grupos políticos o que la equidistancia es un error, si no un pecado. A lo primero habría que responder, independientemente de que todos los partidos se encuadren en textos legales, llenos de agujeros y que no son la mano de Dios, que los que así opinan deben tener un microscopio excelente para detectar tantas diferencias cuando todos beben del mismo sistema. Las diferencias son mínimas y en modo alguno suficientes como para trazar una línea tajante entre los contendientes. Por otra parte, los errores de la llamada izquierda pueden ser más perniciosos puesto que ahogan las reivindicaciones realmente alternativas. Y la equidistancia que tendríamos que evitar es la que pueda darse entre la verdad y la falsedad, la justicia y la injusticia, la mentira y la sinceridad, o la inteligencia y la necedad.

Las votaciones, lo he sugerido, se han convertido en ritos que perpetúan el poder, dan un cheque en blanco, no favorecen la participación en la vida común y, al final, hacen que siga la noria dando vueltas sin que nada realmente cambie. Pero de ahí no se sigue que me puedan quitar mi derecho a votar. Viene esto a cuento por las detenciones que se han dado en Euskadi y los esfuerzos estatales para prohibir que una parte del pueblo vasco acuda a las urnas. A los primeros se dice que se les ha metido en la cárcel porque, según unas supuestas pruebas, obedecerían a Batasuna y, desde ahí, a ETA. Todo está traído por los pelos. Las sospechas respecto a la falta de independencia de la justicia son tan monumentales que se truecan en argumentos. Es lo que cualquiera diría en voz baja aunque sostenga lo contrario en voz alta. No quieren, en suma, que un determinado grupo de personas se presente a las elecciones y se arbitran las medidas más disparatadas para imponer la voluntad del Estado. Bonito ejemplo de democracia. Lo más dramático es que lo que uno oye o lee sobre el tema se reduce a contarnos las diferencias entre la vía penal y la contencioso-administrativa, los desvelos de Garzón o los de Pumpido, la aplicación de la Ley de Partidos y unas cuantas monsergas más. Raro es que se entre en las entrañas del asunto. Al final aparece la fuerza de Humpty-Dumpty: el que puede, puede. Y hace lo que le parece oportuno con las palabras y con las leyes. Curiosamente en estos casos los que suelen acusar a los que ellos llaman equidistantes hacen alardes de una equidistancia deplorable: llamándose demócratas, miran para otro lado cuando la radicalidad democrática exige protestar contra todo lo que la pisotee. Pero la noria sigue dando vueltas, las tribus sacan partido de los partidos y tan contentos. No veo utilidad alguna al voto. Pero que no me lo quiten ni a mí ni a nadie. Lo guardo o lo regalo. Es cosa mía. Y de unos cuantos más.

(*) El presente artículo fue enviado originariamente al diario «Público», pero se negó a publicarlo.

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