Jon Odriozola Periodista
Vivir como Dios
En lugar de desamortizar los vastos terrenos que ya no tienen, habría que expropiar (sin indemnizar) su inmenso patrimonio artístico e inmobiliario hurtado al pueblo. El que quiera religión, a la iglesia, mezquita, pagoda o sinagoga, pero que se lo sufrague élAl final del libro «La Iglesia en España: 1977-2008» (Ediciones Península), su autor, Alfredo Grimaldos, le hace una corta entrevista al enorme y ninguneadísimo Gonzalo Puente Ojea, quien afirma que «religiosidad es toda aquella concepción del universo y del ser humano que distingue el plano de lo natural del plano de lo sobrenatural. La ciencia -agrega- ha arruinado ya esa distinción, porque no hay un plano sobrenatural: las leyes de la naturaleza y la materia son las que producen el pensamiento».
Pero el trabajo de Grimaldos no va ni de «ciencias infusas» ni de religiones «reveladas» ni se cita a Kant para desmontar el argumento ontológico de San Anselmo. Trata del papel de la Iglesia como metomentodo en terrenos más temporales que espirituales dizque sociopoíticos y económicos.
Arranca con una introducción donde se apunta que la Iglesia se adapta a la realidad muy poquito y cuando ya no queda otra. La Iglesia, desde que dejó de estar perseguida para pasar a perseguidora, se ha mantenido como institución gracias a su comunión con el poder constituido, cuando no ella misma era el poder. Pero también frente al poder, como se verá.
En la guerra civil, como señala Grimaldos, la sublevación militar fascista no se hizo en nombre de la religión ni los militares golpistas tuvieron que pedir a la Iglesia su adhesión, que la ofreció gustosa. La sedición se produjo contra el Frente Popular, pero dentro de la República. Los palios y componendas monárquicas vendrían después y según los socaires. Fue con el franquismo agonizando que la Iglesia, ladina, trató de salvar los muebles distanciándose de él previendo un estrepitoso derrumbe. Pero no pasó nada. Los cambios fueron cosméticos. Y llegó el consenso, es decir, la claudicación de la oposición domesticada ante los muñidores del régimen desde dentro.
La Iglesia no se alinea por sistema ni automáticamente con el poder dominante. En el siglo XIX se enfrentó con el liberalismo rampante. Pero, en realidad, el motivo de la división entre la Iglesia y el liberalismo decimonónico laico no fue la cuestión de si el reino debía ser o no oficialmente católico. Todas las constituciones, desde la girondina de 1812 de las Cortes de Cádiz hasta la democrática de 1869, afirmaban la confesionalidad del Estado. Ningún gobierno liberal, moderado o progresista pensó seriamente en separar la Iglesia del Estado. Distinta cosa fueron las desamortizaciones de fabulosas propiedades eclesiásticas practicadas por el gaditano Mendizábal entre 1835 y 1860 que el papa Pío IX tuvo que aceptar, así como reconocer la legitimidad del estado liberal. Una Iglesia que suponía la institución económica más importante e influyente del reino. Y no digamos en el siglo XVIII, en que los orondos obispos (el clero secular es otro tema) construían puentes, fundaban manufacturas, financiaban escuelas y sufragaban la beneficencia al tiempo que vivían como Dios. Ahora son más agarraos. En lugar de desamortizar los vastos terrenos que ya no tienen, habría que expropiar (sin indemnizar) su inmenso patrimonio artístico e inmobiliario hurtado al pueblo a través de los siglos. El que quiera religión, a la iglesia, mezquita, pagoda o sinagoga, pero que se lo sufrague él.